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Juega y no llores

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Por Ariel Scher desde Moscú

ENFRENTE DE LA CATEDRAL de San Basilio, un alemán exige: “No vayan a criticar a Messi”. En las puertas de la gran sinagoga de Moscú, de cara a una elevación en la que hay un bar que justifica haber nacido, un mexicano ruega: “No se les ocurrirá decir nada malo de Messi”. En el subte de Moscú, en una estación de diecinueve consonantes, un ruso que habla en ruso y en inglés comenta en ruso y en inglés: “No hay manera de criticar a Messi”. En el corazón mundial de un Mundial que muchas y muchos siguen con el corazón, lluvias de seres mundialistas vienen de vibrar con las intensidades del fútbol que supieron construir Alemania y México para que, al final, se glorificaran mexicanos que repiten la palabra “Dios” delante del Mausoleo de Lenin y la palabra “Lenin” enfocando al cielo como si los esperara Dios. Vencedores, vencidos, locales y visitantes de cualquier geografía, no paran de desmenuzar por qué mexicanos y alemanes o alemanes y mexicanos jugaron cómo jugaron en su cita asociada en el estadio Luzhniki. En medio de júbilos, de desencantos, de salsas que provocan que los paladares humeen y de alcoholes que invitan a soñar sin dormir, a Messi lo mencionan casi todas y casi todos tanto como a la llegada del calor amable que en Rusia es mezquino, a la necesidad de pedir una cerveza más o al sustantivo “México” que retumba sin fin.
Cuatro artistas callejeros, rusos y jóvenes tocan los acordes de “Bésame mucho”, la canción que la mexicana Consuelito Vázquez compuso sin saber que se volvería mundial y, ahora, especialmente Mundial. “Bésame mucho, Chicharito”, grita un mexicano vestido de jugador mexicano para reivindicar el valor futbolístico y simbólico de Chicharito Hernández, uno de los próceres del mayor impacto del país de ese señor en los libros de los mundiales. Pese a esa demanda, el acordeonista identifica una camiseta argentina, deslinda la responsabilidad de producir música y le desgrana al dueño de esa camiseta, un poco en inglés parlamentado y otro poco en inglés gesticulado, que la historia está llena de penales errados y que Messi es el mejor. En las inmediaciones de la Ópera de Moscú, una violinista encanta el aire con un concierto de Prokofiev y una madre colombiana, que se quedaría oyéndola hasta que se deshaga la Tierra, ve a un hincha de Central y a otro de Argentinos Juniors y casi les ordena: “Ustedes saben que no hay nadie en el fútbol como Messi”. En el Bar Kamtchatka, a espaldas de las fascinaciones del Teatro Bolshoi, una señora alemana recuerda que Alemania le ganó a Argentina el último partido del Mundial 2014 pero agrega que ni Alemania ni nadie cuenta con uno como Messi. “Nosotros tenemos a Chucky Lozano, que le hizo el golazo del 1 a 0 a los alemanes”, suelta, feliz, feliz, feliz, una de las miles de personas en celebración que tiene una ciudad ahora mexicana denominada Moscú. Igual, en el centro de su felicidad, se autoriza una racionalidad breve y a Messi lo elogia más o menos como a su Lozano.
“Si los hinchas alemanes fueran como unos cuantos argentinos en este momento estarían diciendo ‘esto no se banca más'”, rescata un argentino veterano que camina el Centro de la capital rusa con un celular enfundado por la cara de Messi, pegado a una mujer a la que confiesa besar hace cuarenta años porque, entre otras cosas, anda con una remera de Messi el día después de que Messi erró un penal. Un peruano que primero felicita a un mexicano y luego traga cervezas junto con ese mismo y con otros mexicanos levanta el pulgar cuando detecta la efigie del crack argentino en la remera. No pronuncia ni el apellido Messi y tampoco que Perú perdió, pero jugó lindo contra Dinamarca. “Latinoamerica” es lo que pronuncia y el resto -mexicanos, algún otro peruano y también un par de argentinos- le sonríen ahí nomás.
Los hinchas alemanes que llevan la derrota en las mejillas no sólo no dicen “esto no se banca más” porque, en general, conversan en alemán. En los restaurantes y en las veredas que ocupan en las horas posteriores a la cancha, no parecen decir “no se banca más” porque los reproches a su equipo son pocos, porque ninguno luce convencido de que lo que entregaron fue mal fútbol, porque ni una sola de las charlas que Moscú cobija con luz diurna hasta cerca de las 10 de la noche rechaza que los mexicanos fueron superiores en la primera mitad. Y porque, como enfatiza uno de esos alemanes, advertido de que uno de los que los observa es argentino, “lo nuestro es el juego de equipo, Messi hay uno solo”.
Afincados en esos restaurantes y en esas veredas, los argentinos entrecruzan evaluaciones sobre Argentina, sobre Alemania, sobre Perú, sobre México, sobre la cerveza, sobre Moscú y sobre si a la mañana siguiente, de nuevo, habrá sol o, también de nuevo, habrá versiones de cambios en la formación nacional. “Nosotros empatamos, Brasil empató también, pero Alemania perdió: esto no es tan fácil”, sentencia una chica que, en una de las peatonales céntricas, no extravía ni fe ni realismo mientras ve cómo tres suecos y dos suecas se esmeran para dirigirle la voz y, dado que no hallan idioma que resuelva esa búsqueda, le entregan un doble “Messi, Messi”.
Messi no ingresó a las lenguas de gentes que se expresan en tantas lenguas por un penal equivocado ni se escapará de esas lenguas por ese mismo penal. Para montones de personas que nacieron en otras latitudes, ese muchacho de botines sobresalientes no funciona como salvador de un equipo deportivo, de una patria completa o del más famoso de los torneos. Sólo, con más o menos devoción, insisten en verlo jugar.
Moscú empieza despedir un domingo de sorpresas deportivas, de sol inolvidable y de cervezas consecutivas. Miles de mexicanos no quieren despedir ni un parpadeo de ese día y entonan un infinito “Ay, ay, ay, ay, canta y no llores”. Son maravillosos. Tan maravillosos que, más rápido que tarde, alemanes y alemanas, argentinas y argentinos, rusos y rusas, otras y otros se contagian. Se contagian: cantan y no lloran.

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