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Un viaje al plato

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Marcos Filardi y su viaje por la soberanía alimentaria. A lo largo de un año recorrió 24 provincias argentinas para trazar un mapa de conflictos, pero también de alternativas al mal vivir. ▶ SOLEDAD BARRUTI

Un viaje al platoLa foto de perfil de Facebook de Marcos Filardi podría ser un cliché: rubio, de ojos claros, con cuerpón de buena vida, rodeado por niños negros que, pese a todo, conservan la sonrisa Unicef. Están en África, en algún lugar incierto de ese continente dibujado con regla. Hasta allá entendió que debía ir si quería ver el hambre perpetuo, las caras reales de esas estadísticas que ya no dicen nada. Los ciegos, los malformados, los exhaustos, los piel y hueso, eso que abunda en aquel continente teóricamente rico, pero prácticamente pobre; ese lugar como acá nomás, pero un poco peor. Sin embargo, el detrás de la foto de Filardi es todo lo contrario a un lugar común: lejos de regodearse con lo fácil que es hacer caridad ante una desgracia como esa, lo que hizo fue investigar. No venía de cualquier lado: en Argentina y con solo 26 años había sido parte de la Unidad de Seguimiento de las causas por violaciones a los Derechos Humanos por parte del Terrorismo de Estado. Con esa experiencia aterrizó en Sudáfrica y siguió: Lesotho, Swazilandia, Mozambique, Madagascar, República de Comores, Botswana, Namibia… En un año y medio recorrió 18 países y trabajó buscando responderse varias preguntas. El porqué, el qué, el cómo, el hasta cuándo: eso quería saber. Por qué el no acceso a la comida pega de lleno y con tanta intensidad en ese lugar. Entendió enseguida que problemas con la comida hay prácticamente en todos lados. “Lo que encontré, luego de un año de viajar, es que el hambre tiene que ver con un acaparamiento de las mejores tierras, la privatización del agua, y la participación activa de fundaciones -como la de Bill y Melinda Gates- que quieren hacer una Revolución Verde vendiendo paquetes biotecnológicos”, dice hoy, a una década de esa experiencia.

De regreso a Argentina, Filardi armó un seminario Interdisciplinario sobre el Hambre y el Derecho a la Alimentación Adecuada en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, pero solo pensaba en volver a África. Quería trabajar en la Acción contra el Hambre, en los campos de refugiados. Y en eso estaba, cuando en 2007 Argentina vivió el desembarco inesperado de polizones que llegaban de ese continente sin compañía. Tuvo a su cargo el tutelaje de 300 menores, la mayoría adolescentes, mientras continuaba con sus clases. Empezó a conocer a los referentes de la lucha por la soberanía alimentaria -como Miryam Gorban- sin dejar de trabajar para esa partecita de África que había aterrizado en el país. Por entonces, los años se pegaron unos con otros, como cuando el asunto va bien.

El largo viaje

En 2013 se inauguró la Cátedra Libre de Soberanía Alimentaria de Nutrición, y él ya era parte. Sin perder contacto con sus chicos que se hacían grandes, armaban familias, se iban a vivir a otras ciudades, se le hizo inevitable la causa alimentaria local, el atropello del agronegocio y sus posibles salidas más humanas y más justas. “Me fui interiorizando cada vez más en lo que significa el derecho de los pueblos a decidir sobre su alimentación, a acceder a alimentos sanos, a poder producirlos. Me entusiasmé con muchas experiencias y personas que conocí en este tiempo. Pero me di cuenta de que me faltaba mirar el asunto de cerca. Me faltaba un nuevo viaje”. Eso es lo que Filardi está haciendo ahora y desde hace seis meses, y lo que hará durante seis meses más: El Viaje por la Soberanía Alimentaria.

Se trata de un recorrido por las 24 provincias argentinas para ver cómo se producen, cómo se distribuyen y cómo se consumen los alimentos, identificando las violaciones a los derechos humanos que genera este sistema, pero sobre todo, las salidas posibles. Un viaje por tierra sobre un viejo Alfa Romeo morado, al que bautizó Rocinante, cargado de libros y un bolso con poca ropa. Un viaje que espera resulte en un mapa que destaque todo eso que ofrece -o no- la mesa diaria de este país.

Filardi trazó un recorrido con las experiencias que ya conocía y un itinerario climático. Limitado a un año, empezó en diciembre por lo más difícil: el sur. Subió por la cordillera y llegó a Mendoza. Desde ahí seguirá por la Mesopotamia, para terminar en el Norte y volver por lo que le quedó sin ver del centro, hacia Buenos Aires.

Entre sus políticas de ruta está el alojamiento barato y familiar. No solo por presupuesto, sino porque ahí empieza el mágico boca a boca que ilumina caminos que no aparecen en GoogleMaps.

Entre sus políticas de investigación está no ir al INTA como primera opción; de hecho ni lo visita a no ser que las personas del lugar se lo recomienden especialmente. Así se libra de la historia oficial y rescata sólo a los más aguerridos. Hasta ahora encontró tres: en Gregorias, Santa Cruz; en Río Grande, Tierra del Fuego, y en Anguil, Santa Rosa- que perseveran adentro de esa institución nacional que parece que perdió el rumbo. O que tiene uno solo: el agronegocio.

El sur que existe y el que no

“Fue muy interesante haber empezado por el Sur. Me di cuenta de que hay dos Patagonias: una al Este y otra al Oeste. Y que eso habla mucho de lo que somos. Hacia el Oeste fue donde se resguardaron los mapuches, con sus saberes, y también donde hubo una gran migración de personas que venían militando en causas sociales, con una trayectoria organizativa muy importante. Los que eligieron Bolsón, por ejemplo, lo hicieron por algo y desde entonces lo defienden, no lo van a entregar así nomás. Si viene una minera se organizan”, dice Filardi.

Es diferente en Comodoro Rivadavia o Río Grande. “Ahí está el trabajador que migró siguiendo un puesto que le prometía hacerse la América. Hay una media de personas con poca educación y grandes salarios. Tienen ingresos mensuales de 50 mil, 60 mil pesos, que se usan para sostener el modelo de vida que ofrece el extractivismo, porque ni un teatro hay, nada que no sea consumo fugaz. Es una mezcla de desarraigo, pérdida de identidad, impermanencia con camionetas y autos caros, prostitución, trata, cocaína, y una obesidad increíble, que pone en evidencia que la comida y sus consecuencias son reflejo de una ideología”.

Estar lejos de casa en esas condiciones es para muchos una oportunidad para adoptar hábitos que desde la infancia les resultaron aspiraciones esquivas. El supermercado, la Coca Cola, los combos que emulan a McDonald´s -empresa que todavía no llegó a establecerse allá lejos- la harina y el aceite vegetal en sus combinaciones ultraprocesadas, llenan un vacío oscuro: el reflejo sobre el plato de una sociedad que es cada vez menos rigurosa al momento de definir comida.

“En el sur no hay soja. El problema es la minería, el fracking, el gas, sumado a la presión inmobiliaria que compite directamente con la producción de alimentos. Es un problema que se sostiene cuando subís por la cordillera hacia Neuquén o te vas para Río Negro. Los alimentos están perdiendo espacio porque no conviene producir o por la contaminación: las mejores chacras que podrían dedicarse a la agroecología se están perdiendo. Si bien la carne en la estepa todavía es de pasturas, ya están llegando los corrales de engorde; de vacas y de jabalí. En las regiones costeras nadie come pescado y cuando lo comen es salmón chileno. Es muy poco el respeto que hay por lo que puede dar cada lugar. He visto cigüeñas petroleras entre los frutales, en el Alto Valle . La contaminación petrolera se suma a un fuerte problema que tienen hace años por agrotóxicos, más los bajos precios de sus productos: las economías regionales, que son las que proveían de comida a gran parte del país, están ahogadas”.

Corporación al plato

El derrotero de problemas llega y se va en camión, entre lechugas del Mercado Central de Buenos Aires y limones tucumanos: si no aparece comida de los mercados concentradores grandes, en buena parte del país no hay qué comer. Así, los efectos de la sojización también se hacen presentes: las grandes cadenas comercializan la misma comida en Cholila y en La Matanza. “Juguitos, postrecitos, galletitas: las marcas son las mismas”, dice Filardi. “Por lo demás, la gente busca carne, pero hoy cuando uno piensa en carne tiene que pensar en precios imposibles que generan que la comida nacional ya no sea el asado, sino la hamburguesa. Eso fue lo que más encontré para comer hasta ahora en este viaje: hamburguesas. Un delirio”.

“Si no empezamos a hacer que la comida Argentina sea otra cosa estamos perdidos”, dice Filardi, que conserva un buen ejemplo: “En toda la historia de Bariloche hubo un solo referéndum: la gente votó para poner una sucursal de WalMart”.

Si bien el recorrido no contempla centros médicos sí tiene debates con profesionales de la salud, muchos de ellos miembros de alguna de las trece cátedras libres de soberanía alimentaria que en los últimos años se constituyeron en distintas partes del país. Porque si bien el objetivo es salir de la denuncia o en todo caso hacer una denuncia positiva –mostrar dónde están las alternativas invisibilizadas, pero fuertes y posibles- no puede pasar por alto esta nueva generación de argentinos: los malnutridos.

¿Encontraste similitudes entre África y Argentina?

Nuestro nivel de desnutrición aguda no tiene nada que ver con el de Burundi o Madagascar. Acá afecta al 2,5 por ciento de la población, según el mapa global del hambre. ¿Eso significa que estamos bien comidos? No. En Argentina hay una desnutrición oculta, disfrazada de sobrepeso. Hay anemia entre calorías vacías. Nos morimos de enfermedades crónicas no transmisibles relacionadas a la alimentación. Pero no producción de comida sino acaparamiento de tierras, desplazamientos, negocios que ocupan el lugar de los alimentos. En ese caso, lo mismo que en África, pero sin Médicos sin Fronteras, y con felicitaciones de la FAO en el medio, eso sí.

Un país de muchos mundos

Por suerte, ante la evidencia de todo lo malo, el mapa viene resultando un prolífico compendio que da una esperanza grande. De Ushuaia para arriba se encontró con funcionarios con proyectos que hablan de dinamizar las chacras, aumentar el consumo de alimentos regionales y limitar la expansión extractivista. También agrupaciones de productores y técnicos unidos con un objetivo en común. Un ejemplo: Trigo Limpio, una asociación de acopio y molienda de materias primas agroecocológicas que elaboran pan para todas las escuelas del municipio de El Bolsón y que cuesta un 50 por ciento menos que el alimento industrial.

En estos meses, Filardi se encontró con una necesidad cada vez más ruidosa de la gente de reivindicar lo que es justo y unirse alrededor: cooperativismo, organización social, recuperación de los bienes comunes. “Hay cosas chiquitas, como el orgullo que encuentran los mapuches después de haber devuelto a su dieta el piñón que se había perdido y reencontrar sabores que ya no tenían. Pero enseguida podés ver que eso se entrecruza con una recuperación de plantas nativas para alimentación y para la medicina, de la mano de Eduardo Rapopot: un biólogo de más de 80 años que vive en Bariloche y ha dedicado su vida a identificar y difundir los alimentos silvestres para abrirnos la cabeza en torno a nuestro universo comestible. Estamos rodeados de un montón de cosas de alto valor nutricional, cosas deliciosas que no incorporamos a nuestra dieta”.

Si bien lo masivo sigue siendo –cuándo no- la apatía, también encontró una buena oferta de ferias y mercados que se acercan a las ciudades o a las cabeceras de los pueblos. “Los dos ejemplos que más me gustaron son Choele Choel y Mendoza, con la Bioferia. La primera no es necesariamente agroecológica pero la de Mendoza sí. Me pareció importante que  el precio que fijan los productores es casi igual al que encontrás en el supermercado, y muchas veces, más bajo”.

Son productores familiares, campesinos y recién llegados a un mercado que están empezando a entender. Jóvenes y mayores y entremedio, una marcada generación vacía. “Entre 45 y 60 años casi no encontrás. La generación a la que se le metió en la cabeza que el desarrollo pasa por otro lado casi se perdió”, dice Filardi. “En la agroecología hay mayores, imprescindibles, que no abandonarán nunca, y un nuevo sujeto: los que están empezando; que no son los que uno imaginaba que iba a terminar en el campo. Son sectores medios, profesionales, con familia, que optan por una mejor vida. O con romper con las tradiciones de su familia que tiene campos y siempre hizo en ellos cosas desastrosas ambientalmente hablando. Estos treintañeros, por lo general, terminan involucrados en alguna lucha porque eso es inevitable en todo el país: conflictos hay ante cada pedacito de tierra fértil”.

Entre las provincias que lleva recorridas la que más lo conmovió fue la última que visitó de subida, Mendoza: emprendimientos agroecológicos consolidados entre frutales, viñedos y olivares; la fuerza de las asambleas que lograron leyes por el agua y contra las minas; y los movimientos campesinos, como Unión de Trabajadores sin Tierra que lidera una de las cinco escuelas campesinas del país, ubicada en Jocolí: un espacio de formación de jóvenes, que en vez de tener geografía por materia, tienen territorio. “La diversidad de propuestas, de historias, de proyectos es para celebrar. Hay una nobleza, un compromiso, unas ganas de que todo sea mejor. Y trabajan para eso, producen para eso, venden para eso. O se corren del circuito formal completamente e intercambian: verduras por lechones, quesos por frutas, semillas por semillas. Es interesantísimo porque lo que muestra es que hay una fuerte inquietud instalada: la gente quiere saber lo que está comiendo y cuando lo sabe, reclama y sale a buscar alternativas, pone en juego la creatividad, la solidaridad, valores que aparecen por fuera del modelo dominante. ”.

¿Cuál es tu expectativa con el viaje, el mapa, estos encuentros?

Me interesa contribuir con la construcción de una red que tenga todos los elementos: la producción, la comercialización o el intercambio, la comensalidad. En Mendoza empecé a trabajar en eso. Junté a los de la Asamblea por el Agua, con los del UST y a ambos con la Bioferia, les propuse que trabajaran juntos, y que gestaran una cátedra de Soberanía Alimentaria. Y creo que los dejé muy entusiasmados. De eso es este viaje: de hacer visible lo invisible y posibilitar un trabajo colectivo articulado para un país mejor. Lo tomé como misión. Una misión de esas que hacen que las cosas se vuelvan imparables.

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