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Basta

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Santa Uceta Durán tenía 22 años, un embarazo de tres meses y una pareja violenta. Era dominicana y había llegado al país hace tres años. La mataron a golpes y puñaladas en la madrugada del 16 de marzo, pero la policía recién la encontró dos días después, porque nadie denunció nada. Su pareja, Alejandro César Rojas, se paseó esa noche por los boliches de Constitución con la camisa ensangrentada y la cara arañada, pero nadie ni nada lo detuvo. Ahora está prófugo, suponen que en Paraguay.

Basta

Yaniris, la hermana de Santa, está empeñada en que la justicia y la embajada hagan algo para terminar con la cadena de impunidad que consumió la vida de Santa. Yaniris sabe bien de qué se trata. Es una de las tantas mujeres que fue engañada y explotada en esa industria que muchos llaman “trata”. Y es la primera que se atreve a romper la mordaza.
Yaniris cuenta su historia de dolor sin dolor. Con voz segura, con frases breves, con las manos apoyadas en sus muslos largos y con la mirada fija en quien quiera escucharla. Lo que está diciendo es insoportable, pero ella lo tolera con una dignidad imperturbable. Sin lágrimas, sin quejas. Sabe que está enfrentándose a todo lo que siempre temió y, quizá por eso mismo, transmite esa convicción de quien no tiene otra salida que la de avanzar, desafiante. “Nosotros somos muy cerrados. Sufrimos las cosas por dentro y no las hablamos, que es lo que yo decidí no hacer más. Yo tengo que hablar. No me interesa ni lo que piensen los demás ni el miedo. Ya no. Lo único que me interesa es que se haga justicia y que nos apoyen, porque sola y callada no voy a obtener ningún resultado”.
El resultado que busca Yaniris es justicia. Su hermana Santa fue asesinada. Y ese crimen es el que rompe, por primera vez, la mordaza que somete a tantas mujeres dominicanas.

Esclavas
¿Por dónde comenzar a contar esta historia, si la impunidad y la violencia la desgarran completa, sin piedad? Pongamos que todo se inició un 10 de febrero del año 2000, el día que Yaniris llegó a Argentina, desde su Santiago natal. “Mi prima hermana estaba trabajando en Necochea y cuando nos vino a visitar, la vi tan bien que me inspiró. En mi país no hay opciones. Hay mucha gente trabajando en la zona franca, haciendo ropa, cosiendo botones. Mi mamá trabajaba en eso. Mi papá era agricultor. Ellos se habían separado. Éramos cinco hermanos, yo soy la mayor y había quedado embarazada. Había noches que nos acostábamos sin comer. Mi madre me apoyó, pero mi padre no quería. Tuvimos que hipotecar la casa para pagarle al hombre que hizo todos los trámites. Acá me estaban esperando en el aeropuerto. Me llevaron directo al boliche y ahí me explicaron lo que tenía que hacer.”

¿Vos no sabías?
En el momento, no. Me habían dicho que podía conseguir cualquier tipo de trabajo. De niña trabajé en casa de familia. Pensé que aquí podía hacer lo mismo. Pero era mentira.
¿No pudiste decir que no?
Es que tenés miedo, no conocés el país ni el lugar dónde estás. No te dejan sola nunca. Con las únicas que hablás es con las chicas que están en el boliche, como vos, aterradas.
¿Dónde quedaba el boliche al que te llevaron?
En Recoleta. Después, me llevaron a un departamento de la calle Jujuy, muy cerca del Hospital Francés.
¿Con quién estabas ahí?
Éramos dos chicas embarazadas y dos nodrizas.
¿Nodrizas?
Chicas que estaban amamantando. Nos vigilaba una pareja. La mujer de día y el hombre, de noche. Nunca te dejaban sola.
¿Cuántas horas tenías que trabajar?
Las 24. No salíamos del departamento casi para nada. Y si íbamos a comprar algo al supermercado, nos acompañaban.
¿Cuánto dinero cobrabas?
Había servicios de 20, 30 y 50 pesos. Por el de 20, te quedaban 8 pesos. El resto era para la pareja, que te cobraba todo: hasta el aviso que ponía en los diarios.
¿Cómo pudiste salir de ahí?
Porque me ayudó otra chica, haitiana ella. La mujer del departamento me había sacado el pasaporte y yo pensaba que sin documentos no podía ir a ningún lado. Pero la chica me dijo que podía hacer la denuncia de que lo había extraviado y así tener otro. Me explicó que yo tenía derecho a andar sola, que me estaban explotando y me ayudó a salir. Me fui con ella, a compartir una habitación, en un hotel de la calle Piedras al 900. Ella fue también la que me mostró Constitución.

En las cuadras que rodean la estación de trenes de Constitución, Yaniris aprendió los límites de su derecho a andar sola. Pagaba 20 pesos por semana a la policía para que la dejaran trabajar y 900 al hotel donde vivía con su hijo. Cuando las cuentas no le daban, tenía que afrontar los procedimientos contravencionales. “Me tienen fichada y con foto en todas las comisarías de la zona. Un día, incluso, me enjuiciaron. Tuve que enfrentarme a un juez y a los testigos que decían que yo llevaba pantalones llamativos, para así justificar que me condenaran. Fueron tiempos duros, de mucho miedo. Una vez un hombre me golpeó y casi me mata. Quedé aterrada. Por suerte, encontré una familia dominicana que me ayudó. Cuidaba a mi hijo mientras yo trabajaba, si no tenía plata para la leche, ellos le daban. Siempre se la devolví, porque era lo que correspondía. Pero no es el caso: lo importante es que ellos lo hacían porque me ayudaban.”

La cadena
A fines de 2004 Yaniris recibió a su hermana Santa, que calcó su destino de andar sola por las calles de Constitución. “Fue más fácil, porque como yo ya sabía qué hacer, no tuvimos que pagarle a nadie para que viajara.” Poco después, las dos conocieron a quienes serían sus parejas. Yaniris dice que por entonces ya estaba pensando en dejar la calle. “Por miedo, pero también porque quería para mi hijo una vida normal y eso no es normal. Yo llegaba a mi casa y no dormía del miedo que traía encima. No fue fácil. Lo intenté varias veces. Empecé a estudiar de noche, pero tuve que dejar porque me hicieron problemas con los documentos. Fui al psicólogo, dejó de importarme tanto la plata, pude estabilizar una pareja, cortar con todo y, finalmente, salí.”
Santa –a quien Yaniris llama Delinda, su nombre de fantasía– no había podido desarmar esa cadena. Se había enamorado de Alejandro César Rojas, un muchacho de 30 años, que trabajaba de taxista y con el que al poco tiempo empezó a convivir. “Parecía un muchacho decente. Tenés que ver lo bien que hablaba. Al principio, la traía todas las madrugadas en el taxi, desde Constitución a casa y no le cobraba”.
Muy pronto, él perdió el trabajo y Santa tuvo que compartir el departamento con Yaniris. Así descubrió cómo en realidad funcionaba la pareja. “Un día llegué a casa y los encontré en la cocina, peleando. Él tenía un cuchillo en la mano. Lo eché, pero no quería irse y tuvimos que sacarlo a empujones del departamento. Estuvieron separados un tiempo, pero volvieron. Y ahí le dije a mi hermana que yo sentía en el corazón que ese no era un hombre para ella y que no quería volver a verlo. Entonces, ella decidió irse”. Regresó al tiempo, después de una violenta pelea que terminó con una denuncia en la comisaría 43, donde Alejandro estuvo detenido durante ocho horas. “Después lo soltaron. Y como el día en que mi hermana tenía que volver a declarar había mucha gente, le dijeron que regresara la siguiente semana. Supongo que por esa denuncia él tendría que haber sido enjuiciado, pero se demoró tanto la cosa que no sirvió para nada. Mirá lo que terminó pasando”.

El crimen
Santa estaba embarazada de tres meses. Aún así, trabajaba para mantener a su pareja, para esperar a su hijo, para sobrevivir. Le había dicho a Yaniris que solo lo haría uno o dos meses más, hasta juntar el dinero suficiente para pensar más tranquila su futuro. “La última vez que contamos lo que había juntado, tenía 1.500 pesos. Estaba feliz, porque había ido al Hospital Argerich y los médicos le dijeron que el embarazo iba bien. Ya había perdido dos y eso la tenía preocupada.” Por entonces, la pareja se había mudado al hotel Arlequín, de San José 1019, en el barrio de Constitución. En una de sus veinte habitaciones Santa fue asesinada a golpes y puñaladas.
La última vez que vieron a Santa con vida fue el domingo 16 de marzo a las 12 de la noche. Había ido a cenar con Alejandro a uno de los restaurantes de la zona de San José y Cochabamba, poblada por la comunidad dominicana. Se supone que después de cenar, la pareja regresó al hotel, lo cual significa que en esta historia hay menos de dos horas en blanco. En el barrio cuentan que a las 2 de la mañana lo vieron a Alejandro en la discoteca Bom Bom, a pocas cuadras de allí, pagando tragos a las chicas y a los parroquianos. Luego, lo volvieron a ver en un bar de la zona, también tomando. Cada tanto -cuentan- se asomaba a la puerta como esperando a alguien o a algo. En los dos lugares dicen que tenía la camisa ensangrentada y la cara arañada. Una mujer recuerda haberle preguntado qué le había pasado y que él le respondió: “Tuve una pelea con la flaca”. Los relatos le pierden el rastro a las 5 de la mañana. Desde entonces está prófugo.

Los gritos de Santa
Recién dos días después, la encargada del hotel Arlequín llamó a la policía, alertada por el olor que salía del cuarto de la pareja. Jorge, el amigo que fue convocado a la habitación para reconocer el cadáver cuenta así lo que encontró: “No había mucho desorden. Ella estaba desnuda, tirada en el piso. En un costado había una tijera ensangrentada. Tenía la cara desfigurada por los golpes. Tanto, que le dije a la policía que no la podía reconocer. Entonces, me pidieron que me concentrara en el cuerpo. Y sí: ella era así de flaquita, pero tirada ahí parecía más nena todavía”. Yaniris no pudo verla. “Me había llamado una amiga para decirme que a mi hermana le había pasado algo. Pero no era la primera vez: siempre me avisaban cuando los veían peleando. Cuando me estaba cambiando para ir a buscarla, sonó otra vez el teléfono: era la policía, que me pedía que fuera a identificar un cadáver. Me dio un ataque. Mi marido me encontró en el piso, aullando. Como pudo me llevó al hotel. Cuando llegué, vi un montón de gente en la puerta, la policía, las cámaras y me desmayé. Terminé en el hospital, donde estuve dos días internada”.
Le pregunto cómo es posible que en un hotel de 20 habitaciones nadie haya escuchado los gritos de Santa. Yaniris conoce la respuesta, incluso antes de preguntarle a todos los que encontró cuando regresó a la semana para hacer su propia y solitaria investigación: “miedo”.
Así fue como Santa se convirtió en el sumario 805 que tramita el juzgado de Instrucción Nº 16, a cargo de la doctora Bruniard. Yaniris todavía no sabe nada del estado de la causa, porque recién ahora consiguió un abogado. Tampoco sabe porqué aún no le entregaron el cuerpo de su hermana, ni si podrá trasladarlo a su país, como le ruega por teléfono su madre cada vez que la llama, o tendrá que sepultarlo acá, al menos hasta tanto la justicia haga algo por encontrar a Alejandro, que supone que está escondido en Paraguay. “Fui a la embajada dominicana a pedir ayuda, por lo menos para tener un abogado, pero no me dieron nada. Lo que yo pido es que la justicia haga su trabajo y que la embajada también. No pueden seguir dándonos la espalda. Todos en la comunidad ya sabemos que si no hacemos algo, el crimen de mi hermana va a quedar como tantos otros, tapado”.
Yaniris cuenta que ahora está estudiando computación y que de a poco está armando una página de Internet para reclamar justicia por su hermana. Que mañana tendrá una reunión con mujeres de su comunidad para organizar una nueva marcha. Y que pasado irá al juzgado con la esperanza de que una jueza mujer entienda que esta vez no, que basta.
Esa es la palabra, dice, que le permitió dejar de llorar, de callar, de aguantar, de temer: basta.

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Un winner

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Empresario modelo del modelo. Es presidente de una de las cinco empresas que lidera el ranking de exportaciones y legislador oficialista. Controla un pueblo, al sur de la provincia de Córdoba, en el que para vivir hay que someterse a una investigación policial. Compañero de Domingo Cavallo, financió su lanzamiento político. Camarada de Roberto Lavagna, obtuvo beneficios millonarios durante su gestión. Fue el candidato que impuso Kichner para saldar la interna cordobesa y el ejemplo que citó Cristina para evocar la figura del empresario nacional. Su empresa bate récords de ganancias, pero recibe subsidios, reintegros, compensaciones y desgravaciones del Estado. Un ejemplo de cómo lo viejo y lo nuevo crean ese fenómeno llamado “agronegocio” que sembró la crisis actual.
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