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Me alquilo para bailar

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Como inesperado efecto colateral del boom turístico que vive Buenos Aires, nació un nuevo oficio: el milonguero. Lo contratan las mujeres que, hartas de planchar, llevan a la pista su propio tanguero. El servicio cotiza a 25 dólares la hora.

Me alquilo para bailar

Se afeita, se da una ducha, se pone gel en el pelo y la camisa blanca. Elige unos zapatos acordonados, de horma ancha, y los mete en la mochila. Recién entonces está listo: los viernes, Eduardo Amarillo se alquila para bailar.
Sus clientas son mujeres algo mayores y casi siempre extranjeras. Turistas que vienen a conocer el país por tres semanas y lo contratan como parte del tour, por recomendación de un guía amigo. Otras llegan exclusivamente a bailar tango, en unas vacaciones que pueden parecerles extrañas al que no sepa lo que es el mundo milonguero: son vacaciones que consisten en tomar clases de día y a la noche rumbear a una milonga. No hay ninguna ciudad como ésta si la idea es hacer ese tipo de turismo: de lunes a lunes, siempre y a cualquier hora, en Buenos Aires hay un lugar donde se baila tango.
Hay matinés que arrancan a las tres de la tarde, milongas que van de 6 a 12 de la noche y otras que siguen hasta la madrugada, y hay prácticas que empiezan al mediodía; sólo a la mañana no hay nada, porque la mañana se hizo para dormir. Hay lugares montados para los extranjeros, con shows y orquestas y de ahí para abajo hay todo lo que uno quiera, hasta llegar a las plazas donde se baila gratis o a la gorra. Así funciona esa pasión nada secreta y por eso Buenos Aires es un paraíso especial.
Amarillo se publicita en una página web que ofrece unos veinte taxi dancers como él, hombres de entre 30 y 40 años de variada talla y estatura. El oficio es nuevo pero ya tiene mucha competencia, “gente que vio el negocio y que se dedica a lo mismo. Y hay mucho ladri suelto”, dice con tono tremendista. Amarillo no sólo es parte del staff de la agencia, sino también su fundador y jefe.
El trabajo consiste en acompañar a sus clientas a la milonga, meterlas en la pista y conseguir que después de tanta clase y taller de técnica -estirá el pie, disociá el torso, pivoteá- ellas se aflojen, cierren los ojos y se dejen llevar.

Planchar o bailar
La mujer que lo haya probado alguna vez sabe que no hay nada que se le parezca. Cuando él entra, las que ahora están sentadas frente a la pista, producidas desde el pelo hasta la punta del dedo gordo del pie, escuchando la música con aire ausente, lo siguen con unos ojos que son la invitación pura, ofreciéndose y esperando. Mientras, Angel Vargas canta “aquella tarde que te ví tu estampa me gustó, pebeta de arrabal”.
Bailar tango es encontrar la pura felicidad en el presente, (“y sin saber por qué yo te seguí”), mucho mejor que anticipar el placer (“y el corazón te dí y fue para mi mal”) o que la satisfacción de haber conseguido algo: es el placer ahora y acá mismo. El secreto yogui para entrar al presente, una droga fuerte, la emoción que emborracha, el gusto de estar contra otro cuerpo. Y la sorpresa de que todo eso pase junto. En el tango funciona ese misterio; por eso en Buenos Aires hay siempre una milonga abierta, y adentro hay mesas con hombres y mujeres que esperan para bailar.
Pero hay que tener con quién. Cuando el bailarín es todavía un aspirante con poca baldosa, si todavía no sabe, por más ganas que tenga, llega a las puertas del paraíso… y plancha. Sufre la indiferencia o es plantado antes de terminar la tanda. Así es la dura ley de la milonga
Ella es rubia, espigada, muy gringa, con un estilo muy alemán: Hay que ver la atención con que toma las clases y el modo tenaz en que su cuerpo se resiste a la música como si fuera el enemigo. Ella sufre de una rigidez vigilante que es un karma, y además está aprendiendo, todavía no sabe y por eso no la sacan. “Pero ¿cómo voy a aprender si no bailan conmigo?”, me pregunta. Ella lo mira todo con unos ojos verdes que en cualquier otro lugar le abrirían hasta las últimas de las puertas, pero no acá. Con lo poco que sabe, esta noche sólo va a bailar con algún bisabuelo o con otros turistas como ella.
Sus amigas se avivaron rápido, ya en la primera salida hicieron una vaquita y contrataron a dos taxi dancers, pero ella no quiso participar. Sintió que la idea no le gustaba, dice, aunque no puede explicar por qué. Planchó, y también la noche siguiente. Ahora está con nuestro taxi dancer.

Las reglas del buen bailarín
El servicio vale 25 dólares la hora, más la entrada y dos consumiciones para el bailarín. Si quiere ir de una milonga a otra, el viaje se computa como tiempo trabajado. El criterio es que el acompañante baile dos tandas y descanse en la tercera, aunque es una propuesta flexible. Así es el sistema para una salida clásica. En los festivales internacionales y otros eventos para extranjeros se usan fichas. Los taxis dancers están a disposicion del público y quienes quieren bailar con alguno le paga una ficha por tanda, que ellos cobran en la caja al terminar la noche.
¿Por qué se extendió tan rápido esta moda? Amarillo da una clave en su página: “Se considera de muy mala educación en Buenos Aires simplemente acercarse y pedirle a alguien tenga gusto de mirarlo o de bailar con usted, algo que puede ser que usted haga en una milonga en otro país. Ese comportamiento lo marcará inmediatamente como un inexperto, e inclusive si usted es un buen bailarín quizás sea dejado de lado por no conocer nuestros códigos. En el mejor de los casos, usted bailará solamente con otros recién llegados que tampoco conocen las reglas o con otros principiantes”.
Es la una de la tarde de un lunes. Me encuentro con él para charlar con más de tiempo en un café de la avenida San Juan. Llega a la entrevista con su alemana (“de acá nos vamos a una clase”, dice). Le pide al mozo un café con leche y mediaslunas. Tiene pinta de que recién se levantó.
Amarillo no es ese tipo de bailarín de tango que suelen exhibir los afiches del rubro, con cara de promesa argentina que va a Europa y Japón. Y sin embargo cuenta una historia bien arrabalera, si uno sabe mirarla.
Para empezar, es plomero. Es cierto que entró al bar con un porte muy macho y con su rubia al lado, y que apenas se sentó nos habló de una amiga que llama Yuyú pero, para mi sorpresa, baila hace relativamente poco. Hasta el año 2000 se dedicaba a hacer fiestas de salsa con un socio argentino y otro de Puerto Rico. “Con la salsa me sentaba en la barra a tomar whisky y contar los billetes. La vida me reía, nunca me fue tan bien” ¿Y por qué lo dejó? “Por culpa de Cavallo. De trabajar a lleno con el local, con la crisis dejó de venir gente. Al final, una noche llegamos a tener 7 personas. Nos fundimos. Perdí todo, hasta la camioneta. Mi mujer me dejó. Me salvó el club del trueque”. Muy argentinamente cuenta que cambiando arreglos de plomería por pascualinas pronto se convirtió en el as del barrio. Se hizo fama de bueno, “nunca engordé tanto en la vida como entonces, comía de lo mejor, llegué a pesar 95 kilos”. Juntó dinero y se subió a un avión sin escalas a los Estados Unidos. Un duro principio y otra vez se le dió. “Me contrataban por lo creativo, le ponía las pilas a los mexicanos que son medio pachorros”. Pero extrañaba y la melancolía por el país pudo más. Por eso se volvió.
Y menos mal, porque ahora encontró su lugar en el tango. Su presente está lleno de rubias y Yuyús y es un representante de artistas de la única tango partner agency que ofrece un seguro de satisfacción: si no lo disfrutó, le devolvemos el dinero. Lástima, dice, que en el ambiente se vea tanto ladri.
La alemana lo escucha con cara de embobada. No sé si entiende todo lo que cuenta, pero sonríe y me parece que la está pasando bien. Cada tanto, él le traduce una frase. Habla muy bien inglés. Lo miro, y pienso que voy a conseguirme una chica como esta para llevar a las notas. Tiene el efecto de hacerlo hablar antes de que le pregunte nada. Ahora él está prendiendo todos los faroles: el tango es su amor de la infancia, las tardes que pasaba con su tío Omar, el recuerdo del abuelo le habían quedado en el alma. Por eso cuando volvió a Buenos Aires, volvió al tango y se puso a bailar. Aprendió rápido. Una noche, una turista yanqui que había sido campeona mundial de Ball Room (un baile de salón hiper sensual) bailó con él y quedó deslumbrada. Le ofreció pagarle el doble de lo que ganaba al día. Pibe de barrio al fin, él no aceptó, pero más tarde Yuyú lo convenció de trabajar con ella, en un contingente que vino a tomar clases.
Amarillo dice que las mujeres suelen pedirle que se vaya con ellas a la cama y que aprendió a poner límites como una cuestión de principios de la agencia. Una vez, estuvo de partener de otra turista yanqui; su hijo era fabricante de las cabezas de ojiva que van en los misiles nucleares (la miro a la alemana; me pregunto a esta altura si entenderá lo que él dice), la yanqui se entusiasmó y le hizo pasar un papelón. El final de la historia se me pierde. Ya son casi las tres y después de otro café los veo irse rumbo a la clase.

Los machos
Unos días más tarde voy a bailar y busco a Carlos, uno de los que lleva más tiempo en esta milonga, con más historia que Matusalén. Le pregunto qué opina de que ahora los hombres se alquilen para bailar.
–Y… –arquea las cejas, resopla– ¿qué querés?
Me mira como queriendo saber por qué pregunto. Finalmente alza los hombros, como si no supiera qué pensar:
– Yo digo que está bien, son pibes que se hacen unos mangos.. Pero acá nunca los ví.
–¿Nunca? ¡Si vienen siempre!
–No los ví.
–Usted, ¿lo haría?
–A mí muchas me ofrecieron, pero no agarré.
–¿Por qué?
–Y qué se yo… ¡Eran minas que no me gustaban!
Es extraño que en el más machista de los bailes, entre porteños que se las saben todas, los hombres hayan empezado a alquilarse para bailar. La novedad de alguna manera desacomoda a todos, incluso a los que nacieron milongueros y se ríen de la gilada que va a comprarse zapatos especiales para tango. A su manera, es una sutil venganza contra ese especímen único, tan pagado de sí, que es nuestro milonguero. Ellos los miran bailar con curiosidad y, en general, hablan del taxi dancer con indulgencia, e incluso con un fondo de solidaridad. ¿O es sólo porque yo, una mujer, se los pregunta?

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Un winner

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Empresario modelo del modelo. Es presidente de una de las cinco empresas que lidera el ranking de exportaciones y legislador oficialista. Controla un pueblo, al sur de la provincia de Córdoba, en el que para vivir hay que someterse a una investigación policial. Compañero de Domingo Cavallo, financió su lanzamiento político. Camarada de Roberto Lavagna, obtuvo beneficios millonarios durante su gestión. Fue el candidato que impuso Kichner para saldar la interna cordobesa y el ejemplo que citó Cristina para evocar la figura del empresario nacional. Su empresa bate récords de ganancias, pero recibe subsidios, reintegros, compensaciones y desgravaciones del Estado. Un ejemplo de cómo lo viejo y lo nuevo crean ese fenómeno llamado “agronegocio” que sembró la crisis actual.
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