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Crónicas del más acá: Pequeños Sueños

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Por Carlos Melone


Crónicas del más acá: Pequeños Sueños
Hacer una crónica auto referencial es una tropelía merecedora de un laberinto de desatinos. Un laberinto a lo Borges.
Fernando es un joven profesor del área de Literatura que emprendió un esforzado trayecto para invitarme a sus clases a dialogar con sus pibes.
Fernando trabaja crónicas (entre otros temas) con sus estudiantes y ha incluido alguna de ellas de autoría de este escribidor como parte del material de análisis.
Pérez Reverte, en tu cara.
El carácter trabajoso del proyecto no surge de veleidades de mi parte: soy un sujeto de agenda despoblada y vagancia militante. Surge de que Fernando trabaja en el vientre de la bestia: El Aparato Escolar. Su burocracia genera dificultades hasta para estornudar.
Conozco al monstruo desde sus entrañas. He sido derrotado por él una y otra vez.
Fernando, cual Hércules Sudaca, consiguió habilitar mi presencia en una de las escuelas.
Debe ser porque no me conocen.
El Normal 4 queda en el cotizado barrio de Caballito. Edificio elefantiásico en cuyo living escolar hay dos bustos tan ignorados como desangelados. Uno es el de Estanislao S. Zeballos (así se llama el colegio) y el otro es el de Amancio Alcorta. Ambos integrantes de la generación del 80, famosa por muchas razones. Estanislao Zeballos combinó, en su momento, valiosas iniciativas científicas, geográficas y políticas con entusiastas escritos xenofóbicos dedicados a los pueblos nativos.
Todos tenemos un muerto en el ropero. Y El Aparato Escolar tiene un ropero infinito. Otra vez Borges.
Yendo hacia el colegio, abandoné mi reciente condición de automovilista en busca de emociones fuertes: me decidí por el transporte público. Mi segundo nombre es adrenalina.
No pasó nada.
Nada.
Arribado al colegio, con Fernando caminamos por pasillos intrincados, transitados por multitud de chicos. Pasillos que (por supuesto) no soportan el menor análisis en caso de evacuación. Llegamos a las aulas.
Aviso al ciudadano distraído: fuera de las suposiciones tan difundidas por la (detestable) opinión pública y los (más detestables aún) medios de comunicación, por supuesto que no encontré una horda de salvajes sedientos de sangre, ni una banda de indolentes y drogados ni una secta de aburridos e irrespetuosos bárbaros ni…
No.
En tu cara, Domingo Faustino.
Estuve en dos cursos con grupos de chicos y chicas serios y divertidos, respetuosos y corteses, que me taparon de preguntas, algunas convenidas previamente con su profe y otras surgidas de un interés más personal.
Estuve con adolescentes que me hicieron pensar en lo que no había pensado, que me hicieron encontrarme con costados personales que no había visto, que me hicieron sentir una estrella de rock cuando me pidieron que les firmara revistas con alguna columna mía.
En tu cara, Charly.
Y algunos me contaron sus sueños y entusiasmos.
De escribir, de decir, de poner en palabras eso que todavía no tiene nombre.
Me hicieron navegar los lagos de momentos y recuerdos en los que escribir era huir del mundo y escribir era conectarme con el mundo. Recordé espantosos poemas y horripilantes novelas escritas entre hormonas, desencantos y delirios.
También recordé a mi lazarillo en mis comienzos como lector: Ray Bradbury
¿Pueden escribir eso chicos de pelo colorido, de aros y tatuajes en el alma, de inseguridades escondidas y expansiones desafiantes?
¿Pueden escribir esos chicos mirados como niños, ninguneados como adultos inconclusos, denostados como molestias a soportar por un mundo que no parece saber muy bien qué hacer con ellos?
Pueden. Escribir es crear mundos.
Se los dije.
Alguno me creyó, otro no y a otros no les interesó en absoluto. Como corresponde.
Fernando, heroico, perdió una de las batallas contra la burocracia y encontró que era más sencillo sacar a un curso de otro colegio que recibir a mi objetable persona.
Sorprendente: más sencillo sacar a veinte que recibir a uno.
En tu cara, Max Weber.
De alguna forma oscura, coincidí con la Institución Escolar: nunca recibiría a alguien como yo.
Un grupo de una escuela del proletario Once vino al Local de MU a la mañana bien temprano.
Lucas, joven periodista y scout a destajo, llegó especialmente para a abrir el local. Y debió levantarse muy temprano. Muy. No se dejen engañar por su sonrisa: si me pasa algo, ya saben dónde empezar a investigar.
Iniciamos la ronda de preguntas y comentarios. Conversamos. Y una vez más me llenaron de dudas acerca de mí mismo. Cada interrogación percutía en regiones de olvido y postergación que se desperezaron con alegría.
Unos cuantos eran de Lomas de Zamora, mi patria chica. Todos de algunas de las tantas zonas humildes de mi pago que viven la perpetuidad de la espera.
De todas las esperas.
Viajan (algunos largamente) impulsados por sí mismos o por su familia con la esperanza de una escolaridad mejor en el linaje de la Santa María de los Buenos Aires.
Somos africanos. Tenemos sueños y pesadillas.
Buscamos los sueños.
Sueños pequeños como el pibe que me dijo que quería escribir.
Sueños pequeños como la nena que me confesó en voz baja que le encantaba leer.
Sueños pequeños como él que deseaba escribir una crónica y no sabía cómo empezar.
Los africanos nunca sabemos claramente cómo empezar. Empezamos. Andamos a tientas y a veces nos caemos en un abismo sin retorno.
No tenemos soportes ni redes que nos atajen.
Tenemos sueños. Tenemos chicos y chicas que viajan mucho, que van a escuelas de un Estado abandónico, que recorren calles de luz parpadeante y veredas vacilantes.
Tenemos a Fernando, un profesor inmigrante del Oeste hacia la ciudad de Pedro de Mendoza y Juan de Garay, la ciudad bifronte. Un Fernando que ofrece a los jóvenes africanos y sus hermanos de la Reina del Plata a John Hersey, a Richard Kapuscinsky, a Javier Valdez Cárdenas para que sepan, para que intenten, para que crean.
Para que puedan.
Hay cuidadores de sueños.
Hay perpetradores de pesadillas.
Y los chicos, las chicas, quién sabe, tal vez puedan hacer un poco más soportable a este mundo imposible.

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