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La cocina rebelde: Deconstrucción alimentaria

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Una pediatra, una licenciada en Letras y una periodista realizan un curso para cambiar hábitos y romper mitos. ¿Comer sano es caro? ¿Qué es lo normal? Las trampas de la industria alimentaria. Ideas prácticas sobre sabores, placeres, ecosistemas, legumbres, lazos sociales y un futuro sin hambre. SERGIO CIANCAGLINI

La cocina rebelde: Deconstrucción alimentaria

Foto: Martina Perosa


Setenta almas leemos en el Power Point que las frutas no son solo para el postre, mientras una licenciada que cambió las Letras por las Legumbres va hablando sobre lo crocante y lo cremoso, lo dulce y lo salado, el placer, la heladera, el hervor y los subgrupos vegetales de las liliáceas, las almidonosas y las hojas. Todo forma parte de dos cuestiones prácticas: cómo alimentarse, y cómo ejercer la resistencia.
Junto a ella exponen una médica que ha investigado científicamente el contenido del respeto y de la flora intestinal, y una periodista trolleada por las corporaciones.
La licenciada en Letras y en sabores es Natalia Kiako.
La médica pediatra que postula cómo lograr una crianza respetuosa sin olvidar a nuestras bacterias es Sabrina Critzmann.
La periodista, autora de los libros Malcomidos y Mala Leche, dos investigaciones inquietantes y descriptivas sobre las cosas que nos hacen tragar, es Soledad Barruti.
Las tres hornean juntas un curso llamado Deconstrucción Alimentaria que propone “reconectar con la comida real” y se define como “un encuentro para descubrir lo que hay detrás de este sistema alimentario que tomamos por normal y que de normal no tiene nada”.
No se plantea como un taller de cocina -aunque en parte lo es- sino como una recorrida que empieza antes (en la colonización de nuestras cabezas y nuestros paladares por parte de la publicidad y las ficciones de la industria alimentaria), y pasa por las recetas buscando construir hábitos que reconcilien a la gente con la comida y la salud. El curso es pago: su éxito demuestra que sectores con razonable poder adquisitivo ya captaron el riesgo de seguir la corriente del mercado y del supermercado. “Y se nota que vienen muchos profesionales de la salud, empezando por nutricionistas” agrega Soledad. Pero además el encuentro está abierto a experiencias en municipios que permiten ampliar la propuesta gratuitamente, como ocurrió en San Antonio de Areco, Olavarría, Bragado, Tandil, Mercedes y, como tal vez siga ocurriendo, en lugares donde el sentido común no haya sido enjaulado.
Explica Soledad: “Lo que aparece es mucha emoción que se ve que estaba contenida, sentimientos relacionados con la comida. Personas a la que les dicen que se queden tranquilas, pero no lo están porque entienden que está pasando otra cosa. Pero si no siguen las pautas de la ‘normalidad’ las tratan como a bichos raros. Y cuando se reúnen y pueden escuchar y a la vez expresar lo que sienten, las dudas que tienen con los lácteos por ejemplo; es muy fuerte porque hay gente que quiere cambiar la inercia en la que te mete el sistema. Se dan cuenta de que no son extraterrestres, que comer esas cosas no está bueno, y que lo mejor que podemos hacer es crear la suficiente información como para replicarla afuera y transformar a la sociedad a través de esa información, sin aislarnos. Compartir, divulgar, esa es la clave. Es algo hermoso”.
¿Cómo funciona el trípode? Soledad: “Reunirnos nos permite plantear las cosas desde un punto de vista periodístico para entender cómo se nos metió esto en nuestras vidas. Desde un punto de vista médico, para ver qué nos produce la industria alimentaria y, finalmente, la salida más al alcance de la mano, con la casa y la cocina como lugares de resistencia”.

Tarjeta de crédito + pan

Yo empiezo contando cómo las personas fuimos sustituyendo la comida por cualquier cosa comestible. Por ejemplo, el pan. Porque el pan que te venden en la góndola tiene una harina que sale de un grano que no es el original y fue modificada en una masa nueva hecha para durar meses, con textura de espuma, con azúcar, con ingredientes que jamás tendrías en tu cocina y que no podrías conseguir si quisieras, que hacen que el pan sea adictivo, súper azucarado incluso cuando es salado, que tenga colorantes, texturizantes, saborizantes. Todo eso es muy bueno para vender, pero muy malo para comer. La gente va al supermercado buscando alimentos, pero en realidad se llena de sustitutos”.
Hay noticias inesperadas como que cada humano consume el equivalente a una tarjeta de crédito por semana (5 gramos) en microplásticos dispersos en lo que comemos y bebemos, según lo estudiado por la Universidad de Newcastle, Australia. (Lo que no saben los australianos es que en Argentina se produce otro fenómeno llamativo: las tarjetas de crédito se comen a las personas).
Soledad: “Consumimos microplásticos porque la comida basura viene envuelta en basura. Lo que comés en un minuto, tiene un envase que se transforma en basura durante 400 años, que de algún modo está volviendo a lo que comemos. O sea: el yogurcito es un problema para la salud en sí mismo, pero el plástico del yougurcito es otro problema para el ambiente y también para la salud, y entre los dos reflejan un paisaje del infierno”.
Para revelar la anormalidad de la normalidad, Soledad informa en los cursos que los jugos de fruta no tienen tales frutas y sí 48 gramos de azúcar, colorantes, conservantes y otros espejismos. Las patitas de pollo no son de pollo sino de maíz y vísceras, más aditivos, saborizantes y etcéteras innombrables. Cuenta sus investigaciones en Mala Leche (ver también MU 129): los trabajos de neuromárketing para la manipulación sensorial del gusto. El packaging como ilusión óptica, la saturación de sales, azúcares de la peor calaña y sal para que los productos brinden shocks cerebrales de placer que generan adicción. O su experiencia en las fábricas no solo de sabores sino también de olores (como la International Flavors & Fragances de Garín, Buenos Aires) para impregnar a estos objetos de aroma y gusto a asado, a barbacoa, a pizza, o a lo que haga falta según las demandas corporativas.
Soledad explica que un niño actual, a los 8 años, ya lleva consumida más azúcar que su abuelo en 80 años, y que todo el desecho de químicos y petroquímicos que se almacena en el cuerpo es más grave para la niñez, que tiene “más tiempo de vida para acumular sustancias tóxicas en el organismo y desarrollar efectos adversos”.
Eso es lo normal.

Sabrina y la microbiota

Sabrina Critzmann agrega su mirada de médica pediatra. “Hoy no podemos hablar de salud sin hablar de la microbiota, que son todos los microorganismos que residen en nuestro cuerpo. Antes hablábamos de flora intestinal, pero sabemos que es mucho más importante, no es algo solo digestivo sino todo lo que tiene que ver con transmisores neuronales, desarrollo, aprendizaje, sentimientos, cognición, con cómo nos sentimos y comportamos. Con qué genes se van a manifestar en nosotros. Y todo eso tiene una relación directa con la alimentación”. Se trata de pensar el cuerpo como un ecosistema que se erosiona en su potencia y calidad de vida. Una versión actualizada de lo que se le atribuye haber dicho a Hipócrates hace un par y medio de milenios: “Que el alimento sea tu medicina y que tu medicina sea tu alimento”, cosa que las culturas del mundo conocieron siempre sin necesidad de estudiar a los indígenas griegos.
Dice Sabrina: “En las últimas décadas todo cambió. Se cambió el plato de guiso o de algo casero y empezamos a comprar paquetes de colores: los comestibles ultraprocesados. Es un proceso global, y en todos los países aparece una epidemia de enfermedades crónicas no transmisibles: hipertensión, diabetes, problemas cardíacos, bucodentales. La Organización Panamericana de la Salud ha publicado bibliografía sobre estas enfermedades. Hay una relación con la forma de vida, pero sobre todo con la alimentación. Por eso aparecen también tantas alergias alimentarias que antes no existían”.
Sabrina es autora del libro Hoy no es siempre- Guía pediátrica para una crianza respetuosa. El libro es un milagro editorial en tiempos de estanflación criolla, y ya va por su segunda edición. Difícil leer el Capítulo 1 sin llorar, cuando Sabrina cuenta la historia de su bebé Juan Martín, Juani, que nació en 2016 con un daño neurológico grave, lo superó, pero falleció a los 7 meses de edad. El infierno y la luz. Sabrina y Patricio (los “mapadres”, como le gusta decir a ella) decidieron donar los órganos de Juani. Un año después nació Lisandro. Que hoy tiene año y pico y nos mira a todos según el mejor modo de mirar: con curiosidad y asombro.
Un capítulo del libro está dedicado a la alimentación. Allí están las claves por las que Sabrina detalla cómo pasamos de los ultraprocesados a la enfermedad y a las farmacias, y defiende la comida real como posibilidad de futuro. Derrumba mitos: “Comer sano es muy caro y no todos tienen acceso”: “Me formé en un hospital público (el Gutiérrez) y vi el esfuerzo monumental de muchas familias por comprar un conocido postre lácteo azucarado para alimentar a sus hijos, creyendo que era lo más sano y lo mejor que podían darles. Una caja de cereal infantil sale lo mismo que una palta, medio kilo de damascos y un paquete de polenta. Y esto último tiene infinita mejor calidad alimentaria que lo anterior”.
Otro mito: “Les estás robando la infancia a los chicos prohibiéndoles comer cosas ricas”, como si las cosas fueran ricas según las figuritas con las que se atrae la mirada infantil (y adulta).
Datos sobre la publicidad, según la Fundación Interamericana del Corazón-Argentina:

  • Casi 9 de cada 10 alimentos que se publicitan durante los programas infantiles de TV tienen bajo valor nutritivo.
    Postres, lácteos, bebidas azucaradas, cadenas de “comidas rápidas” y snacks salados son las cinco categorías más publicitadas.
    una de cada 3 publicidades usa regalos o premios como incentivo.
    una de cada 4 utiliza personajes o famosos.
    Se estima que la niñez argentina está expuesta a más de 60 publicidades semanales de comida chatarra.

Todo esto se hace el con aval de ciertos médicos “con matrícula y pocos escrúpulos” informa Sabrina, con jingles que hablan de “energía interminable” de productos para que los chicos crezcan más y mejor. Todo lo cual es obviamente falso.
Explica la pediatra cómo mirando las etiquetas ínfimas se puede descubrir a enemigos seriales de la salud, como el jarabe de maíz de alta fructosa (y todos los endulzantes adictivos que alteran y enferman a la niñez), las gaseosas, galletitas y todo lo supuestamente “normal”. Y define a las frutas, verduras, legumbres y cereales como verdadera comida. No se trata de los cereales en cajita que venden las multinacionales de la alimentación (“esas arandelitas son solo harina con colorantes y azúcar, peores que las galletitas”), mientras crecen las enfermedades crónicas no transmisibles, que de algún modo el mundo adulto deja como herencia, junto a la crisis climática, a las llamadas generaciones futuras. Propone Sabrina que los niños aprendan y sepan jugando que pueden ser soberanos de su alimentación. No al revés.

Obnubilados y obniboludos

Soledad se metió en estos temas cuando empezó a preguntarse qué era lo que estaba comiendo y se lanzó a investigar cómo se producen los alimentos, cuestión reflejada en Malcomidos-Cómo la industria alimentaria nos está matando. Sabrina reconoce que ese libro le abrió las neuronas para pensar en todo lo que no le habían enseñado en la carrera de Medicina. Y Natalia Kiako se recibió en Letras, hizo periodismo y comenzó a entusiasmarse cuando decidió hacer un cambio alimentario con su pareja porque él vivía con problemas digestivos. “Y yo comía todo light como el 90% de las chicas de mi generación, para mantener la línea”. Natalia es flaca: “Pero el tema es lo que nos hacen en el cerebro a las mujeres, hasta que empecé a ver y a contar todo lo que estaba descubriendo”. En la práctica, dejaron de comer cosas empaquetadas y supuestamente llenas de salud y vitaminas, descremadas, dietéticas y cosas por el estilo, para pasar a alimentos de verdad.
Primero hizo un blog y luego se lanzó a las redes como cocinera sin credenciales: “Fue jugar con la comida y también con las palabras”, cuenta de sus recetas y descripciones llenas de fluidez y de hallazgos, como cuando expone su sensación entre obnubilada y obniboluda (acaso otra epidemia global, pero transmisible), al salir a buscar qué comprar para comer. “Lo real es que las supuestas enfermedades que le diagnosticaban a mi pareja fueron mejorando y a mí se me fue el cansancio y la pesadez que sentía antes”.
Natalia difunde recetas concretas y sencillas, explicaciones sabrosas, y argumentos salados: “Necesitamos recuperar cosas muy básicas. No tenemos que pensar en micro nutrientes, potasio, calcio, o de dónde saco la proteína, sino de recuperar diversidad de alimentos”.
¿Ejemplo? “Tenemos olvidadas a las legumbres, salvo en forma de algún guiso de lentejas cuando hace frío, o un locro. Pero son muchísimas, muy variadas, nos hacen muy bien y son lo más económico que podemos poner en la mesa. A los chicos les encantan porque son pelotitas de colores dulzonas y riquísimas. El problema no es deconstruir a los chicos, las que nos tenemos que deconstruir somos nosotras, para no dejar que nos escondan alimentos simples y nobles que cambiamos por comestibles llenos de brillitos”.
Natalia escribió Cómo como y A cuatro manos, además de compartir en las redes ideas para desayunos, almuerzos, helados, bebidas probióticas como el kéfir de agua (maravilla que se consigue gratuitamente por donaciones y solo requiere agua, azúcar y limón para prepararse) y toda clase de propuestas más cerca de lo sencillo que de lo sofisticado. Sin fundamentalismos, incluso sin anular la carne: “O pensando que no tiene que estar en un rol central y único, porque hay un montón de otros abordajes que se le pueden dar aparte de comer carne con carne, y una rodaja de tomate”.

Hambre y reconexión

Soledad notó el ataque a sus redes: “Había perfiles que trataban de deslegitimarme, pero eran los mismos perfiles que aparecían elogiando los productos de Danone”. Cuando el asunto se hizo público los trolls desaparecieron. “Pero una chica que trabaja en una de esas empresas me contó cómo las contratan para armar los ataques. Descubrir eso fue hermoso y siniestro. Las empresas mandan los argumentos a los trolls para que se difundan como comentarios de gente anónima, que en realidad no existe”.
Toda esta conversación se produce en un país que logró volver a tener al hambre en agenda, gracias a lo que hacen y dejan de hacer políticos, empresarios, corporaciones, bancos, financistas, fondos monetarios y otras entidades con fines de lucro.
Soledad: “Para mí es trágico creer que vamos a volver a la soja solidaria, toda esa idea del agronegocio de darle granulado de soja a la gente para rellenarla con lo que el campo produce. Creo que es fundamental democratizar la información y que esa sea la herramienta para exigir políticas públicas, para que los planes contra el hambre no terminen siendo acuerdos y negocios con empresas como Syngenta o cualquier otra, como pasa con algunas promesas que hubo en las elecciones. Pareciera que para solucionar el hambre no hay que tener una sociedad más informada, que se fortalezca en su soberanía alimentaria, sino que tiene que haber caridad en el sistema. Entonces no hay que hablar de la calidad de la comida porque te dicen ‘agradecé lo que te están dando’. Eso es perverso. Todas las personas deben tener acceso a saber lo que les hace daño, y las múltiples posibilidades que hay en el país si se aplican políticas públicas concretas para que todos salgamos adelante”.
Para Soledad Barrruti la cuestión es al revés: “El hambre en un país como la Argentina no es una circunstancia, sino que es el producto del sistema alimentario actual. Buscando acuerdos con las corporaciones y los agronegocios, estamos alimentando la malnutrición, el hambre, y estamos alimentando un desastre hacia un futuro muy próximo”.
Natalia habla de una especie de subordinación vital: “No es casual el borramiento de la habilidad de la gente de volver a la cocina. Se plantea que alguien con hambre debe recibir un paquete que tiene que comer a lo sumo pasando por un hervor. Inhabilitan a la persona para cocinar su propio alimento, y acceder a una comida de verdad y más económica. Hace poco en Rosario me contaban cómo la gente en las villas decía muchas veces que no sabía cocinar. Se va perdiendo la memoria, que es una forma de perder la autonomía y hacer a esas personas eternamente dependientes del paquete que les den”.
Soledad apuesta a la información, a las múltiples experiencias agroecológicas que crecen en todo el país, a la noción de soberanía alimentaria y a los municipios. “Creo en la reparación local de los sistemas alimentarios. Por ejemplo en los pueblos fumigados con la expansión de los cultivos tóxicos, la gente toma más conciencia aunque falta información. Hay un aplastamiento cultural de la alimentación. Es un sistema sostenido por el miedo a no hacer lo que te dicen. Y ese miedo se rompe con ejemplos, con encuentros y con información. Por eso lo que proponemos es una reconexión con la comida, y una reconexión entre nosotros”.

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