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Docencia y pandemia: ¿mal educados?

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El docente y especialista en pedagogía Carlos Melone -autor de las Crónicas del más acá que ilustran las contratapas de la MU- esta vez reflexiona sobre un debate urgente y crucial, expuesto por la pandemia: ¿cómo se enseña, cómo se estudia y en qué estado está la educación argentina? Las fragilidades del sistema, los docentes “quemados”, las confusiones y el tiempo suspendido: relatos del micromundo educativo que exponen lo que pasa, para crear lo que viene. Por Carlos Melone.

Docencia y pandemia: ¿mal educados?

La piba miraba desesperada a su madre que tras la cámara de la computadora le hacía señas posiblemente preguntándole algo. Abanicaba su brazo marcándole claramente que se fuera, que la dejara tranquila. Tensionaba su rostro con esa expresión típica de una situación que nos llena de furia e impotencia, cuando apretamos los dientes y abrimos grandes los ojos porque no podemos putear.

Su profesor, del otro lado de la pantalla, esperaba pacientemente. Estaban en situación de examen final.

Ella retomó el examen tras un minuto al borde de una crisis (la mamá parecía no registrar la importancia de la situación) donde la pregunta que se había formulado debió ser reiterada y la respuesta (previsiblemente) se fue a la peor de las banquinas. 

La distracción había ejercido su impacto. Trabajosamente empezó a recomponer y retomar el rumbo del examen cuando el perro irrumpió entusiasta. Los ladridos en catarata nuevamente sacaron de eje a la evaluada que pidió a los gritos que retiraran al intruso y, ante la ausencia de agentes efectores, debió levantarse para darle un destino al can que no sabremos nunca.

El profesor esperó. En el Conurbano Sur profundo, hay que saber esperar. Ella se sentó nuevamente mientras retorcía sus manos en una inequívoca señal de ansiedad que preludiaba la debacle. No pasaron demasiados minutos de una vacilante caminata conceptual al borde del abismo cuando un niño pequeño del cual el profesor solo vio cabeza, increpó a la evaluada en demanda de un juguete que no encontraba. Tampoco se supo más del destino del niño, posiblemente similar al de su mascota mientras era llevado a upa en un gesto más enérgico que amoroso. 

La piba se sentó nuevamente ante la pantalla y las lágrimas pixeladas por una señal titubeante indicaban el final del juego. Hubo algún breve intento pero no podía seguir. 

La angustia había ganado la batalla.

El profesor entendió que el aplazo era una bestialidad. Propuso a la estudiante hacerla figurar como ausente a fin de mitigar el desasosiego y la frustración. Ella agradeció y ambos apagaron la pantalla.

El vestuario del Rey

La Casa no es la Escuela. La Escuela no es la Casa. La intimidad quebrada, la privacidad en una situación tensa, astillada.

La pandemia puso al trabajo docente en una situación inédita y dejó al Rey desnudo. Sin poder establecer un mínimo cuerpo a cuerpo con sus estudiantes, fuesen chiquitos o grandulones, en una situación de encierro y temor, tapados por precariedades de todas las precariedades, docentes y estudiantes empezaron a resolver lo que podían y como podían, a la intemperie, sin que los ropajes del oficio (porque estudiar también es un oficio) cubrieran el frío que atravesaba cada ventana y cada sueño.

Las fragilidades afloraron. Lo inefable empezó a recorrer cada casa y cada persona. La doble situación empezó a abrumar: el que enseñaba también tenía enseñados en su casa; lo poco o mucho que hubiese de soporte debía compartirse; había que desdoblarse en distintas tareas; conciliar horarios, analizar posibilidades…

Se confundió tiempo libre con confinamiento; estar en casa con estar encerrado; presencia familiar con aglomeración forzada.

A poco andar algunas cosas empezaron a quedar nítidas. No solo la Casa no es la Escuela. La presencialidad no podía migrar hacia la virtualidad: eran lógicas distintas, ponían en escena otras habilidades y otras formas y otras profundidades para la tarea de enseñar y la tarea de aprender. Se opacaba la corporalidad, apenas insinuada en las sombras de la digitalidad y entonces el encontrarse debía ser reformulado: no era imposible pero era otra cosa.

La tecnología parece haber sido una posibilidad muchas veces maravillosa para comunicarnos en estos tiempos. Pero comunicarnos no es educar. El tiempo escolar se rompió. Esa institución amada y denostada tiene complejidades propias y una es la organización temporal: con escasa flexibilidad, hay tiempo para cada cosa y cada situación dentro de la cartografía escolar. Incluso en las instituciones de niveles más altos. Esa organización temporal explotó: cada quién manejaba los tiempos que podía, como podía y la ilusión del control docente sobre el curso de los acontecimientos empezó a volverse niebla.

El Rey desnudo. O sea: la crisis puso en evidencia que el sistema educativo no está funcionando, y no se trata de 2020 ni de la pandemia, sino de varias décadas acumulando goles en contra. 

Tardamos en entender que el tiempo escolar estaba roto, como lo estaba el tiempo personal. Pero eso es otra historia. O no.

La espacialidad en crisis, temerosa del otro y del encuentro, se sumaba a la desarticulación de la vida. 

Con-moverse

Así, hubo respuestas docentes conmovedoras y otras desastrosas en esta geografía conurbana del Sur. Desastrosas: docentes arrojando trabajos o materiales virtuales que del otro lado tal vez no entendían, o no podían bajar, o ni siquiera recibían. La conectividad es bella, cuando existe. 

Conmovedoras: el maestro que imprimió cuadernillos para sus alumnos de primaria y se fue casa por casa a llevárselos para que los completasen, y luego los pasó a buscar. No dejó la educación pendiente de un hilo, o de un cable. 

Pedagogía y confinamiento tienen dificultades para convivir. El grupo argentino de estudios sobre educación Pansophia Project escribió un trabajo: “Once tesis urgentes para una pedagogía del contra-aislamiento”. Recomiendan: “De nada sirve pretender normalidad frente al encierro”.

Algunos buscaron, aprendieron, pensaron, lloraron. Y apostaron por enseñar. Otro no. Y otros no pudieron. Quisieron pero no pudieron.

Azul pasó más de una semana para organizar un video con el tema del 25 de Mayo con sus nenas y nenes de segundo grado. Un video donde participaron grabando cada uno (eran más de 25) una parte, hablando con su seño, apoyados (y también molestados) por sus familias. El video resultó una maravilla de espontaneidad y frescura. Muy divertido y alejado de los cánones tradicionales. 

Y Azul terminó literalmente agotada, en llanto por el esfuerzo. Para secar esas lágrimas, quedará el video. 

Otros chiquitos y sus maestros, y adolescentes y sus profes, enfrentaron la pura impotencia. Profesores de Educación Media que veían que sus pibes se les escabullían de las manos, no se conectaban, abandonaban, no hacían. O directamente no podían conectarse. Otra tesis urgente: “La distribución social de la tecnología será injusta si no se abren los grifos de la red para enseñar y aprender. Y en esta situación, quedará patente lo que antes se negaba: no son los estudiantes los que abandonan a la escuela sino la escuela la que los abandona, cuando no les damos una alternativa realista”. 

Un gran número de docentes añoran la presencialidad como un paraíso perdido. Esperan la vuelta al aula como Asterión espera la llegada de Teseo para que lo libere de su maldición. Una extensa tradición de “hábeas corpus” educativos no se desmonta fácilmente, por mucha pandemia que asole las vidas. Se posterga esa tradición, se la deja entre paréntesis, se espera que lo atípico “pase”. Y se la idealiza y reviste de cualidades tan prístinas como cegadoras. Pero si recordamos lo que venía siendo el sistema, nada es demasiado prístino. 

La situación multiplicó las cabezas quemadas, mostró un acompañamiento macro institucional muy pobre y otro micro institucional que recorrió el abanico que va desde el respaldo y la contención hasta la vocación de comisariato político. No apareció un plan de acción desde arriba, una orientación, una intención de no resignarse al modo parálisis, o al piloto automático. 

Gates y Jobs conurbanos

Las preguntas galopan el corazón social: ¿Qué va a pasar? ¿Hay que calificar? ¿Pasan de año? ¿Aprueban todos? ¿Hay promoción? ¿Pierden el año? Hasta las preguntas quedaron privatizadas.

Todo acompañado del frontispicio: “Qué barbaridad”.

En el mundo de las universidades los profesores toman exámenes a cientos a través de una pantalla o a través de la elaboración de documentos online. Las cátedras multitudinarias se convierten en la laguna Estigia y Caronte está harto. Con el eco de lamentaciones por algunos insurrectos que se copian, se realizan sesudas reuniones de magnas autoridades portadoras de titulaciones casi nobiliarias discutiendo cómo hacer reconocimientos faciales para que los estudiantes no se reemplacen entre sí; mecanismos para evitar la temida “copy paste” o el diseño de agudas estrategias para evitar la supuesta (y demoníaca) presencia subrepticia de asesores ilustrados tras las pantallas soplándoles a los estudiantes las respuestas correctas.

Estudiantes que soportan largas conferencias de profesores por videoconferencia, con la cara en primerísimo plano, evitando que el cuerpo hable, callando el propio y mezclando comodidad con andar en pantuflas.

Algunos creen que enseñar es hablar durante una o dos (incluso tres) horas. Lo creen genuinamente. Otros inventan lo indecible para conversar, intercambiar, aprender porque es el único modo de enseñar. “Dar clase” y enseñar se envuelven en una danza incomprensible. Nobleza obliga: según me consta como profesor, el nivel universitario –por edad, por posibilidades, por el deseo de seguir adelante de quienes están en el baile- plantea también posibilidades de mucha potencia, disruptivas, des-enclaustradas.     

Vuelta a los niveles iniciales: el Conurbano Sur profundo es tierra de asistencia siempre escasa, escuelas que se abren para repartir bolsones de comida, maestros de escuelas especiales, como el de los cuadernillos, que van a las casas de sus chicos y, de lejos, acortan distancias. Y les hacen saber que les importan.

Esfuerzos titánicos y mal de ausencias.

Han aparecido en nuestra conversación cotidiana otras materias: ancho de banda, datos móviles, Meet, Jitsi, Zoom, delay, pixelado, classroom, Moodle…una Babel dentro de una telépolis fragmentada y malherida. Pansophia escribe que “la tecnología ayuda, el solucionismo tecnológico embrutece”. El “solucionismo” es creer que la tecnología todo lo resuelve: “La tecnología de plataformas, la web y los smartphones no logran por sí solos recrear en las casas la tecnología escolar”.    

¿Qué hubiese pasado si esto ocurría hace 20 años (no más)? ¿Quéteníamos a la mano para conectarnos? No existía Internet, los celulares eran un lujo minoritario, casi nadie tenía computadora en su casa. Teniendo los elementos ahora, además de embrutecernos, y con permiso de Sócrates: ¿qué hacemos? 

Claro, acá en el Conurbano los cortes de luz, recurrentes, casi folclóricos, casi trágicos, enturbian las ilusiones de Jobs y Gates. 

Cuando hay luz, algunos docentes resignan contenidos buscando un poco de encuentro, de hablar con el estudiantado, de escucharlos. Otros revolean textos y actividades por mail en una ¿búsqueda? de auto capacitación a palos para los estudiantes. 

En el mundo estudiantil algunos resisten, otros desisten y todos putean.

¿Cómo inducir la autonomía en un sistema cuyo corazón es infantilizar a los sujetos induciéndolos a la dependencia? ¿Cómo reclamar ahora autonomía cuando tanto tiempo se fomentó la dependencia? 

 Cada quién leerá alguna línea y dirá “no son todos iguales”. 

Perogrullo es invencible.

La psicoanalista y docente Alexandra Kohan, interrogada acerca del curioso fenómeno de que muchas personas en situación de cuarentena tenían dificultades o directamente no podían concentrarse para leer, respondió: leer es un acto que suspende el mundo y en este caso el mundo nos suspendió a nosotros”.

Muchos trabajadores de la educación, cuando apagan la luz de su dispositivo, se hacen una pregunta parecida: ¿qué puedo enseñar con el mundo suspendido? El Pansophia Project informa que no hay recetas ni pociones mágicas: “En el contra-aislamiento está todo por pensarse y todo por hacerse, pero no cualquier cosa. La educación es la posibilidad del pensamiento. El pensamiento es el virus que debemos contagiarnos”. Queda entonces la posibilidad de reflexionar y hacer las cosas para impedir en lo posible que el mundo actual logre, definitivamente, encontrar la vacuna para el pensamiento. 

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Mujer maravilla: Miryam Gorban y la Soberanía Alimentaria

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Es símbolo y maestra de cómo  pensar el país partir de la alimentación. Tiene 88 diciembres. Trabajó con Ramón Carrillo y con René Favaloro. Estuvo desaparecida. Participó en las ollas populares durante las crisis. Sus experiencias, y la apuesta por el optimismo. Vicentín, AF, la soja, los chanchos chinos, el comunismo, la agroecología, la sensibilidad para comprender la época. Y un detalle misterioso: ¿qué es la Soberanía Alimentaria? Por Sergio Ciancaglini.

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Vacunados: Pandemia, laboratorios y enigmas

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Referente de la Cámara de Biotecnología (donde confluyen las grandes empresas de transgénicos y agrotóxicos). Productor de películas taquilleras como Relatos salvajes. Dueño de publicaciones progresistas como Le Monde Diplomatique. Impulsor de la soja y el trigo genéticamente modificados, y del acuerdo porcino con China. Involucrado, además, en el desarrollo argentino de una vacuna contra el coronavirus. Quién es Hugo Sigman, el megamillonario amigo de ministros, y cuál es su plan de salud. Por Darío Aranda.

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La guerra del cerdo: el convenio entre Argentina y China

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El proyecto de megagranjas porcinas, y la reacción que produjo. Los ocultamientos informativos para negociar a espaldas de la sociedad. Una recorrida latinoamericana por las experiencias que soportan estos emprendimientos crueles con los animales, las personas y los territorios. Y una pregunta: ¿Cómo queremos vivir?

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