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El peor pecado

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Suman cerca de 400 y se amontonan en un puñado de manzanas que fueron denunciadas y escrachadas por tráfico de personas y drogas. En esta nota hablan de los vecinos, la discriminación, los prejuicios y la preocupación por los hijos que crecen en un entorno racista. No se trata del “otro lado” de la historia, sino del mismo: así conviven estas mujeres con la violencia y la esperanza. Y formulan algunas preguntas que obligan a pensar.

El peor pecado

Ojalá las cosas fuera tan simples, pero para escribir con honestidad sobre este tema hay que meterse en una cloaca. Voy a apelar entonces a la paciencia de quien lea estas líneas, que no pretenden ser una nota sino una conversación. La propuesta, al menos, es clara: charlemos sobre las mujeres dominicanas que viven en el barrio de Constitución.
En un puñado de cuadras –delimitadas por las calles Salta y Santiago del Estero, desde Cochabamba hasta Brasil– se amontona esa comunidad de inmigrantes caribeños, tal como es: en su gran mayoría mujeres, en menor medida adolescentes y niños –sus hijos– y algunos pocos hombres de mediana edad. Un censo casero calculó que entre unas y otros suman cuatrocientos. Casi todos viven en habitaciones infames de falsas pensiones y hoteles sin estrellas. La mayoría absoluta de las mujeres está en situación de prostitución. Algunas se paran en esas mismas calles, entre las 6 de la tarde y hasta la 1 de la mañana. Otras se plantan en ese mismo horario en las plazas de Once y Constitución y la mayor cantidad deambula por el interior. En este mismo instante no hay un solo prostíbulo del país que no esté explotando sexualmente a una o varias dominicanas. “Dicen que llegan engañadas, pero la única trampa es creer que aquí van a integrarse y tener una vida real. Digamos la verdad: ¿quién le va a dar trabajo a una negra? Para lo único que quieren los argentinos a una negra es para la cama.” La que habla es Celestina de la Cruz Correa y, tal cual se los advertí desde el comienzo de esta charla, no estamos escuchando a cualquiera, sino a la responsable del restaurante, bar y wiskería Las Caribeñas, clausurado y denunciado por formar parte de una supuesta red de tráfico de personas y drogas.

En este barrio no hay algo raro. Todo es raro. Es raro, por ejemplo, que ayer nomás el local de Celestina luciera en la puerta el siguiente cartel: “Por tráfico, narcotráfico, trata de menores y venta de drogas. Lo habilitaba la Ciudad, lo protegía la Federal, lo clausuraron los vecinos”. El cartel fue pegado durante un escrache organizado por integrantes de La Alameda, la asamblea que luchó emblemáticamente contra el trabajo esclavo en los talleres clandestinos donde explotaban a inmigrantes bolivianos. Para este escrache de Constitución los acompañaron vecinos del barrio, que usaron máscaras de carnaval para ocultarse de posibles represalias.
Es raro, también, que apenas unas horas después estemos hablando con Celestina en una de las mesas de los locales escrachados, rodeadas de dominicanas que almuerzan con sus hijos, como si nada, absolutamente nada, hubiese pasado.
Es raro, por cierto, que Celestina esté declamando a viva voz: “Saquémonos las caretas y seamos por una vez claros. La prostitución en este barrio no llegó con las dominicanas. Yo te aseguro, te aseguro doblemente, que si hay prostitución es porque hay mercado. Y en este país el único mercado que acepta a una dominicana es el del sexo pago. Entonces, yo pregunto: ¿a quién hay que escarchar? ¿Al que paga por la peca o al que peca por la paga?”.

El verdadero escándalo

Celestina es una mujer enérgica, como lo son todas las mujeres dominicanas. “No es como dicen los vecinos que somos escandalosas. Sabemos defender nuestros derechos en voz alta”, dice para espantar las miradas que sacude con cada palabra. Está sentada casi al borde de la silla, con una carpeta en la falda donde guarda los papeles del negocio. Lleva una campera de cuero bordada, botas altas, maquillaje de catálogo y aros dorados. A su lado está su hija, que heredó la furia de sus ojos. “El 25 de abril alquilamos el local y estuvimos varios días arreglándolo. No hace dos meses que estamos funcionando desde las 9 hasta las 4 o 5 de la mañana. Las mujeres vienen ahí a comer durante el día y a tomarse una cerveza y divertirse, a la madrugada. No les pregunto qué hacen cuando se van con un hombre porque ya lo sé: se ganan su vida. Aquí no es nada fácil andar derecha.”

Escrache antes y después
Sin saber que días después habría un escrache estuvimos recorriendo el barrio, conversando con las mujeres sobre lo que significa ser una dominicana en el barrio de Constitución. Parte de esa recorrida se puede ver en las fotos que acompañan estas páginas y que reflejan una forma diferente de mirar sus vidas. Otra parte está resumida en dos hojas que nos entregaron. Una es una ficha en blanco con un logo que dice “MaMi”. En la otra está escrito un listado de preguntas y respuestas que lleva el título “Por qué una asociación de Madres Migrantes (MaMi)”. La respuesta: “Según encuestas realizadas por la Organización Internacional de las Migraciones (oim) sobre un grupo de mujeres dominicanas residentes en Argentina, cerca de un 94 por ciento declara tener hijos. Según otro relevamiento realizado sobre 326 mujeres encuestadas, el 68 por ciento declara tener hijos solo en la República Dominicana, el 11 por ciento solo en Argentina y un 8 por ciento en ambos países. Por ese motivo la mayoría de los problemas que se presentan y que se busca resolver con esta asociación están relacionados con esa condición”. Al final de la hoja hay una cita: “El encuentro para resolver la constitución definitiva de MaMi se realizará el 4 de agosto a las 16 en el restaurante Las Caribeñas”. La reunión no pudo concretarse. El domingo a la madrugada un operativo contravencional clausuró ese local. En el acta consta el motivo: falta de higiene. Los inspectores alegaron que está expresamente prohibido tener animales en un restaurante: habían encontrado un gato.

Pero aquí nada es fácil, nos advirtió Celestina y, en este caso, hay que escuchar la frase literalmente porque la incluye. El miércoles 6 de agosto, siete diputados nacionales y tres legisladores porteños presentaron una denuncia contra la máxima autoridad de la Policía Federal, el comisario general Néstor Jorge Valleca, solicitando que se investigue “la existencia de una vasta red de locales donde se ejerce la prostitución y se lleva adelante impunemente el tráfico ilícito de estupefacientes”. Los legisladores apuntaron veintiún direcciones y aportaron como prueba la filmación de dos cámaras ocultas y varios testigos de identidad protegida. Dice la denuncia, textualmente:
“A raíz del funcionamiento de estos locales se produjo un significativo incremento de la inseguridad que los vecinos denuncian desde hace tiempo”, tales como:
“Ejercicio de la prostitución organizada y solventada por grupos ilegales.”
“Carteristas y arrebatadores que operan sobre todo en la zona de la plaza y algunas adyacencias que tienen su lugar de reunión en estos lugares.”
“La producción de hechos de violencia muy seguidos con derramamiento de sangre. Locales sin habilitación en los cuales ‘vale todo’ y se vende alcohol. Se ofrecen mujeres o travestis, droga o es ‘aguantadero’ de maleantes, son escenarios de trifulcas diarias y muy seguidas, con hechos de sangre.”
“Proliferación de grupos de delincuentes organizados en torno a la referida actividad que se disputan el territorio.”
“Tráfico mayor y menor y venta de sustancias y drogas ilícitas.”
“Connivencia activa o pasiva de las autoridades policiales que toleran y amparan estas actividades haciendo caso omiso de las denuncias.”

El sexto lugar de la lista de los locales denunciados está ocupado por Las Caribeñas. Un reglón más debajo está citado el pequeño restaurante llamado La Morena.
Ser Morena
“Yo soy La Morena”, nos dirá Matilde, desde atrás del mostrador que divide el restaurante de su casa, donde vive con su marido argentino, una de sus dos hijas, dos de sus cuatro nietos, una de sus tres hermanas y uno de sus tres sobrinos. Matilde cuenta una historia dura con frases concisas. “Tengo 48 años. Fui una de las primeras en venir, en el 96, en pleno invierno. ¡Imagínate lo que es para una caribeña el frío porteño! Sin nadie, sin nada, comencé a trabajar en un boliche de la calle Santiago del Estero, casi esquina Pavón. Nunca me drogué, ni fumé ni bebí. Ahorré y ahorré, con disciplina y cabeza. Logré dejar la calle a los 40. Alquilé mi primer local. ¿Sabes cuál? El boliche donde trabajaba. Lo desarmé completo y monté un restaurante. Mi hermana me ayudó en la cocina y mis hijas, a atenderlo. Me di cuenta que las dominicanas del barrio sentían nostalgia por sus sabores y así empecé: con el mondongo, la bandera dominicana (frijoles, arroz blanco, carne y ensalada) y el plátano (un manjar que frita como papas y sirve salado). Pero si algún día quieres probar algo realmente delicioso, tienes que venir aquí a tomar lo típico dominicano: Morir Soñando. Jugo de naranjas frescas con leche. Eso sí que es mi país.”

Es raro estar hablando de recetas de cocina con esta mujer que, sin más, seguirá: “Toda la vida es un riesgo y por eso hay que ponerle el pecho”. No parece sobresaltada por haber visto la foto de la vidriera de su local –donde hay dibujada una silueta femenina– en todos los diarios que informaron el escrache. Su única reflexión es casi culinaria: “Agrandan el árbol para recoger más manzanas”. Será su única explicación sobre por qué la asocian con las peores cosas que suceden en ese barrio, cosas que a ella dicen afligirla tanto como a sus vecinos. “Nunca tuve miedo porque soy una fiera, pero ahora hay que tener preocupación porque muchos no tienen nada bueno para hacer y eso es un problema.” Sin más, también, dirá: “Yo tengo que estar acá firme y sabiendo poner límites. Y mira cómo soy cuando me impaciento…” Matilde saca entonces de abajo del mostrador un palo de madera, largo como para batear en un campo de béisbol.
La vecindad
Hay algo que unifica a todo el barrio: las mujeres se quejan de los vecinos y los vecinos se quejan de las mujeres. Eso, lamentablemente, no es raro. Celestina dirá que el otro día se enfrentó a la madre de un niño de 12 años que se reía de ella. “Explíquele a su hijo que yo soy un ser humano. Explíquele que en este país hay más de 2 millones de negros que son argentinos, aunque no los acepten”, le dijo a los gritos. La madre se excusó, alegando que su hijo nunca había visto a una negra. “¿Me va a decir que el niño no ve televisión o que yo salí recién de una nave espacial?”. Su hija cuenta que le tiran cosas desde los balcones y que, aunque hay policías a toda hora y en todas las cuadras, nunca hacen nada. Se nota que están tensas por esa guerra de baja intensidad que están librando desde hace tiempo, pero también que las denuncias y los escraches las empujó a sacar las uñas y la rabia.
Con más calma y más charla, las mujeres dominicanas del barrio de Constitución confiesan que la verdadera línea de fuego es para ellas clara: sus hijos. Son lo que están cayendo en la trinchera de la marginalidad. “Los dominicanos no somos violentos, pero en estas calles hay tanta violencia que se nos encarna”.
El hip hop que sana y salva
Caminando por el barrio no es difícil imaginar cómo será la vida cotidiana de estos niños y niñas que crecen durmiendo con sus madres, porque no hay lugar para otra cama, jugando en esas veredas que no admiten su inocencia y concurriendo a escuelas que no están preparadas para recibirlos con ganas. Nos lo dirá Franco, un maravilloso moreno de 22 años de impecable acento porteño. Franco es Frank G. porque obviamente, si estamos en la cloaca en algún rincón tiene que haber perfume de hip hop, sino no los chicos como él no podrían respirar. Escuchémoslo: “Lo peor fue la primaria, me pegaban todas las palabras. Al entrar al secundario el primer día dejé en claro, a las trompadas, que ya no, que ya basta, se acabó.” Su próximo tema, anuncia, será sobre los agentes de Migración: “Por algún lado tengo que sacar lo harto que me tienen”.

Hay mujeres que tienen sus hijos presos, otras que están preocupadas porque caigan y otras más que les tienen “la cabeza frita” a sus crios adolescentes, explicándoles algo raro: “Aunque sean argentinos tienen que darse cuenta que no están en su país”. La mayoría los regresa a la isla, apenas cumplen seis años. Dirá Celestina: “Mi hija mayor estaba harta de ser una marginada y se regresó. Ahora es abogada y siempre me recrimina: a ver ¿cuándo vas a ver ahí a una dominicana en la universidad?”.

Simplemente María
Estamos en una de las ocho mesas de La Morena y sentada a mi lado está escuchando atentamente la conversación una mujer a la que vamos a llamar María. Acaba de llegar de su isla hace apenas tres días. Su belleza da miedo. No solo a mí, sino a todas las mujeres que la observan. María cuenta que tiene una prima que está trabajando en una casa de familia por 700 pesos mensuales. Que consiguió ese empleo a través de una iglesia y que pensó que quizá ella, que tiene un diploma de peluquera, podía obtener incluso mejor paga. Apenas llegó lo confirmó: le ofrecieron 3 mil, a cambio de prostituirse en Río Gallegos. Celestina me mira a los ojos y me exige que le responda con sinceridad. “Dime con la mano en el corazón, mirando a esta mujer: ¿qué patrón de una casa, un negocio o una oficina no va a querer ponerle la mano encima? ¿Tu serías capaz de decirle que la van a tratar decentemente?”.
Aquí es donde se supone que debería escribir quién tiene razón, quién está errado.
Supongo que estos tiempos son tan complejos, oscuros, siniestros, que la única respuesta que alcanzo a balbucear, es que quizá, tal vez, a lo mejor, si redacto esta nota sin más pretensiones que la de contarle a alguien cómo es quedarse sin respuestas, este violento oficio de escribir recupere su verdadero sentido.
Los dejo entonces a solas, con las preguntas que siembran en nuestro corazón las mujeres dominicanas del barrio de Constitución.

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