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La ciudad invisible

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MU en Berlín, a 20 años de la caída del muro. La noche del jueves 9 de noviembre de 1989 cayó el Muro. La nueva Berlín no dejó en pie ninguna huella del Este, pero la división permanece viva en la gente. Cómo se vive hoy en la capital del futuro.

La ciudad invisibleEl tiempo del ahora es ese cielo de color acero que cubre Berlín en una primavera helada. Es ese tiempo caprichoso, que desafía a los calendarios, el que nos hace recordar nuestra ingenuidad, pellizcándonos por nuestra falta de abrigo. Todo el resto en esta ciudad está anclado a una cita ineludible: la conmemoración de los 20 años transcurridos entre la caída del Muro y esta nueva Berlín, reconstruida.
Es esa nueva Berlín la que nos proponen admirar desde una cúpula transparente, “clara referencia al sistema democrático”, como nos dirá la voz del audiotexto que entregan gratuitamente a la entrada del Reichstag, el emblemático edificio remozado por el arquitecto británico sir Norman Foster. Estamos, entonces, parados en el punto simbólico más alto de lo que representa pisar hoy Berlín. El Reichstag fue construido durante el II Imperio alemán (1871), luego fue sede parlamentaria de la República de Weissmar (1919), quemado cuatro semanas después de la asunción de Adolf Hitler como canciller del Reich (1933), escenario de las cruentas batallas del final de la Segunda Guerra Mundial (1945), incómodo vecino del Muro (1961-1989) y desde la reunificación, sede del Parlamento y el gobierno (1999). Toda esa intensa historia está reducida en unas docenas de fotos que rodean la planta baja de la cúpula que diseñó sir Foster, una estructura de vidrio y metal que le coloca un casco posmoderno a un castillo imperial. El resultado no es bello ni armónico: es simplemente espectacular. Impresiona.
La cúpula tiene dos rampas en espiral que ascienden a lo largo de 230 metros –más de dos cuadras- durante los cuales la voz del audiotexto va indicando hacia dónde el visitante tiene que mirar. En un tono amable, con información específica, la voz señala lo que se tiene que ver, lo que importa, lo que merece nuestra atención. Hilvana así el relato de la historia restaurada partir de una cartografía urbanística del pasado que ubica al turista en el plano de la ciudad y en relación a los puntos cardinales, esa brújula que sólo en Berlín adquiere una condición única. Este-Oeste sigue siendo aquí una frontera política, marcada hoy por un límite implícito entre aquello que se puede y aquello que no conviene recordar.
Por eso, la nueva Berlín es una ciudad sin huellas del Muro. De sus 155 kilómetros sólo quedan 5, lejos de la vista del turista de a pie y, sobre todo, de la postal oficial que ofrece el mirador del Reichstag.
El Muro desapareció, en el sentido que sólo un argentino puede darle a ese término. Es una enorme ausencia poblada por modernos edificios que intentan convertir a esta ciudad en un símbolo de ese huracán al que Walter Benjamin llamaba progreso. “Tampoco los muertos estarán a salvo del enemigo, si éste vence”, nos advirtió Benjamin. Y el Muro es ahora un cadáver sepultado, como el de los 2.500 soldados rusos que están debajo del bello parque que rodea al Reichstag.
No hay metáforas para una ciudad como Berlín.
Hoy cuesta reconocer en la delgada cicatriz de adoquines que zurcen el asfalto del centro a aquella pared de 4 metros de altura vigilada por 186 torres policiales. Es fácil intuir, en cambio, por qué la embajada norteamericana comparte su medianera con la fenomenal Puerta de Brandeburgo, antiguo paso de control entre las dos Alemanias, hoy convertida en escenografía de fondo de todas las fotos turísticas.
En una ciudad que ofrece tantas atracciones para el parque de diversiones enciclopédico, lo más difícil es establecer dónde está la huella de lo que alguna vez fue el Este, aquel que todos reconocían por su tono gris y hoy está maquillado por los colores del consumo: tiendas con logos internacionales se erigen sobre los fantasmas de los antiguos y míseros mercados de la rda, de los que ya no quedan ni huesos. “Todo lo que es completamente nuevo era el antiguo Este”, sintetiza Elena, una cubana que vive en Berlín desde hace 23 años.
Es esa impiadosa voluntad de borrón y cuenta nueva la que logró aniquilar el último símbolo, el Palacio de la República, una mole con ventanas espejadas y marcos de bronce, construida en 1970. Sede del Parlamento de la rda, se levantó sobre las ruinas del prusiano Palacio Real, bombardeado durante la Segunda Guerra. Hoy el único predio desnudo de todo Berlín es el que correspondía a la sede política del régimen comunista. Su demolición costó 20 millones de euros y una prodigiosa labor: fue desmontado ladrillo por ladrillo para no afectar a la vecina Catedral de Berlín. En su lugar, la ciudad ya decidió qué reconstruir: el viejo Palacio prusiano.
 
Tour cooperativo
El único ícono del Este que logró sobrevivir es la silueta de un hombrecito con sombrero, que parece decidido a caminar, de frente y hacia el futuro. Lo llaman “el hombre del semáforo” (Ampelmann) y fue la imagen de una campaña de educación vial, cuando Alemania del Este decidió cambiar los clásicos círculos rojo, amarillo y verde de los semáforos por la silueta del hombrecito. “A poco de la reunificación, las autoridades intentaron reemplazar los semáforos del Este por los normales, como forma de unificar los códigos viales y, de paso, borrar las diferencias entre uno y otro lado. Increíblemente, hubo una enorme reacción popular. Imagínense: a la gente que vivía en el Este le había cambiado todo, desde los productos que tenían en la heladera hasta los edificios que rodeaban su casa. El hombre del semáforo fue el límite. Lograron, finalmente, que se quedara y con el tiempo se convirtió en un símbolo de Berlín, que hoy venden las tiendas de productos turísticos, estampado en remeras, gorras y llaveros”.
Ësta es la historia que está contando con reconocible acento porteño el guía que pasea por la ciudad a una veintena de turistas criollos. Es uno de los integrantes de la cooperativa Vive Berlín Tours, un emprendimiento que conforman cuatro latinoamericanos: dos argentinos, una chilena y un boliviano. Las coincidencias –que no son más que confirmaciones de tendencias de la época– logran que el cruce entre la cronista de mu y los guías se produzca frente al descampado del desaparecido Palacio de la República y en el primer día de la existencia de la cooperativa. Éste es, justamente, su tour de debut y con ese entusiasmo cuentan lo que representa para ellos el proyecto. “Tenemos diferentes profesiones y nacionalidades, algunos llegamos aquí detrás de un amor, un estudio o un trabajo y otros huyendo de un amor, el estudio o el trabajo, pero todos terminamos sintiéndonos berlineses. Quisimos unir nuestros distintos orígenes, miradas y experiencias para armar un relato diferente sobre esta ciudad.” Ellos, dicen, pueden ponerse en el lugar el visitante porque experimentaron el desconcierto que provoca esta ciudad. “Uno viene a Berlín buscando dos cosas: el Muro y los nazis. Y no encuentra ninguna de las dos. Cuando llega, lo primero que nota es que no hay un centro, que las distancias son muy distintas a las promedio de cualquier ciudad europea y que al arquitecto que rediseñó está ciudad se le cayó la maqueta y por eso hay tantas construcciones, una al lado de la otra, sin relación entre sí. Pero lentamente descubre que todo tiene una unidad: Berlín es una suma de aldeas y el punto en común de todas ellas es la búsqueda de libertad de sus habitantes, aun cuando la expresen de formas bien distintas.
¿Cuál es la huella actual que marca la diferencia entre el Este y Occidente?
Nuestras visitas están organizadas a partir de esa pregunta porque es quizá la única cuya respuesta no puedas encontrar solo, o al menos en poco tiempo. Para nosotros en Berlín hay tres ciudades: ésta que ves, que marca cierto relato histórico, que es muy bonita, pero está muerta. Es la ciudad que sufrió tantas destrucciones como reconstrucciones que terminó siendo escenográfica. Es la ciudad necesaria, quizá, para que algún día Berlín recupere su corazón y cure sus heridas, el sitio donde podrán reunirse esas partes que todavía hoy están lejos de reencontrarse. Luego, están las otras dos Berlín: son las que viven en la gente.
¿Por qué?
Primero que nada, porque cualquier berlinés lo primero que hace es identificarse con su origen: Este u Occidente. Ése es su principal carnet de identidad. Y segundo, porque la forma de relacionarse de unos y otros es diferente. Un berlinés criado en el Este es una persona que tiene todavía el software del autoritarismo. Nunca te va a expresar lo que piensa o siente, pero siempre va a ser muy amable porque no quiere tener problemas públicos. El otro, en cambio, no es tan abierto con los extraños, pero no va a tener problemas en decirte que no está de acuerdo con vos.
¿Y puertas adentro?
Desde los productos que consumen hasta las relaciones familiares, los recuerdos o los temas de los cuales se hablan, son totalmente diferentes. Por ejemplo, en Berlín Oriental es mucho menos frecuente que las parejas se casen y la mayoría son ateos. Pero la principal diferencia son las mujeres. No hay que olvidar que en el Este el aborto era legal desde hacía 50 años y la cuota de participación de las mujeres en el mercado laboral era la más alta del mundo. Eso significa que la forma de enfrentar la escena pública de esas mujeres es de avanzada, pero también la de sus parejas y la de sus hijos. Y que hoy representan el lugar donde supuestamente algún día vamos a llegar todos los demás, pero del que ellas tuvieron que regresar porque se cayó la estructura que lo sostenía.
¿La cantidad de prostitutas que pueden verse en las calles marca ese retroceso?
El problema no lo marca las que están paradas en la calle. Porque si bien aquí la prostitución está reconocida como profesión y las prostitutas pagan impuestos, tienen seguro médico y pueden jubilarse, lo cierto es que tras la caída del Muro irrumpió otro tipo de prostitución, que funciona puertas adentro y a partir de organizaciones criminales que realizan el tráfico de mujeres que, al ingresar ilegalmente, no pueden acceder a esos beneficios sociales.
Desde nuestra mirada latinoamericana, ¿cuál es la principal característica de la sociedad berlinesa hoy?
Es una sociedad a la que las tragedias del siglo 20 le han enseñado muchas cosas, entre ellas, evitar las confrontaciones y buscar el consenso. Eso hace, por ejemplo, que una negociación entre un sindicato y una empresa sea bien diferente de las que nosotros conocemos: todos ceden algo porque nadie quiere ir al choque directo. Esto es quizá lo que les ha permitido crear un Estado social impensable para nosotros e incluso, para muchos europeos. Hay una relación positiva con la política e incluso con el Estado, porque funciona y no está a una escala que quede fuera del control de la gente. Pero sobre todo, para un latinoamericano la diferencia que más se siente es con respecto a las mujeres. Aquí tú puedes desarrollar tu vida como mujer como se te da la gana. Si quieres acostarte todas las noches con un hombre diferente, pues bien. Y si no quieres, también. Nadie opina sobre ello y eso es algo que se siente en lo cotidiano. Es un espacio de libertad concreto. Lo mismo sucede con respecto a cuestiones relacionadas con el trabajo. Como en Berlín nadie hace nada hay una enorme tolerancia con la vagancia.
 
Los movimientos anarquistas, presentes con su arte en casi todas las paredes de la ciudad, rescatan una idea subversiva: no trabajar es para ellos el equivalente de aquellas consignas de paz y amor de los hippies sesentistas. Unos querían parar así la máquina de la guerra, éstos pretenden desenchufarse de la máquina de violencia social que marca hoy la frontera entre incluidos y excluidos, según sean productivos o no.
El tema del trabajo no es menor en una ciudad que concentra el mayor número de desocupados de toda Alemania. El seguro de desempleo es obligatorio, siempre que se haya tenido antes un trabajo durante al menos 12 meses en los últimos tres años. La cifra del seguro alcanza al 60% del último salario recibido y el promedio actual va de 400 a 800 euros. Hasta los 45 años, el beneficio se extiende sólo por un año. La izquierda señala que la tasa de desempleo en Alemania Oriental sigue siendo el doble que la Occidental y reclama un salario mínimo universal. Los verdes insisten en que los desempleados de larga duración apenas se han beneficiado de la buena racha del mercado laboral, ahora interrumpida por la crisis. Para señalar este alerta, el pasado 16 de mayo más de 100 mil personas desfilaron por las calles de Berlín bajo el lema “No vamos a pagar tu crisis”. Fue una expresión del descontento que también registran las encuestas: una de las más recientes revela que la mayoría de los jóvenes de ambas Berlín tienen una “imagen positiva” del Estado benefactor oriental. Lo rescatan como el recuerdo de un abrigo, en medio de los escalofríos que producen las noticias de la crisis económica global. Nos lo advertía, de manera más bella, aquel berlinés llamado Walter Benjamin: “Articular históricamente el pasado no significa conocerlo tal como verdaderamente fue. Significa apoderarse de un recuerdo tal como éste relumbra en un instante de peligro”.

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