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El oficio más violento

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Cristián Alarcón lleva vendidas 11 ediciones de un libro sobre las periferias urbanas estigmatizadas. Ahora comparte esa experiencia en talleres donde enseña a escribir crónicas sobre jóvenes, violencia y pobreza. Aquí, sus lecciones.

El oficio más violento¿Cómo pararse frente a la triste épica de los territorios excluidos? Compactar todas las implicancias –los orígenes, las bifurcaciones– de la violencia no es un trabajo fácil; sin embargo, narrar la complejidad de las zonas de la periferias –esos llanos marginales que generan sus propios códigos– es la tarea que emprende día a día Cristián Alarcón, un periodista acostumbrado a lidiar con la violencia explícita: pandillas que controlan un barrio, ladrones que consiguen botines para alimentarse y envalentonarse y que, haciendo circular el dinero de los dealears –siempre escudados por la policía– renuevan ese círculo que ni Dante imaginó: si la idea del Infierno contiene a la del Paraíso, esta violencia está incluida en el combo de la modernidad. Dirá Alarcón: “Lo más difícil es asumir que la violencia no se va a extinguir porque las condiciones materiales que la generan no van a cambiar”.
Cristian sabe sobre el tema. Ha escrito un libro perfecto, Cuando me muera quiero que me toquen cumbia, que le otorgó el extraño privilegio de convertirse en un manual de referencia para la crónica urbana de estos tiempos violentos. Un libro que traduce crudamente las traiciones, las muertes, los mitos que nacen en la marginalidad, que revela con prosa vertiginosa los intersticios para poder observar la vida que habita en las villas del tercer cordón del conurbano bonaerense. “Hay una forma de estar, de caminar, y de quedarse en los sitios y en las personas durante el tiempo necesario para poder comprenderlas” asegura Cristián, confesando parte del secreto.
Su trabajo no se reduce sólo a nuestro país. Ha recorrido El Salvador, Brasil, Colombia y conoce la enormidad del problema. Por eso mismo, advierte los peligros a la hora de enfrentarse a este tipo de relatos. En su opinión, el factor de mayor riesgo es la propia lógica del periodismo comercial, que simplifica y obvia infinidad de incidencias, restándoles peso a los sucesos, apartándolos de nosotros mismos, impidiendo que sean interpretados como un reflejo de nuestros días: como un espejo en el que podamos mirarnos y descubrirnos.
“Plantearnos que existe algún tipo de receta para desestigmatizar, sobre todo teniendo en cuenta que los textos y los productos audiovisuales terminan en la mass media, siendo utilizados por las grandes corporaciones, es bastante utópico. Me parece que se trata sobre todo de un aprendizaje personal. Lo único que hay es un método de inmersión. Si existe la inmersión, si hay un acercamiento a esos sujetos complejísimos a los que se va tratar de narrar, ese afán de rotular y repetir esos clichés sobre cómo son los sujetos violentos, empieza a remitir. Pero no estoy seguro de si es posible dar un curso anti-estigmatización”. También conoce la enormidad de este problema y por eso habla de los límites que encontró en esos otros territorios violentos ocupados por pandillas que hacen circular el dinero de otros dealears, que en la jerga de las tumbas mediáticas se hacen llamar “editores”. Cristián está también inmerso en talleres que impulsan la reflexión sobre el violento oficio de escribir. Acaba de ofrecer uno en El Salvador, prepara otro para la Fundación Nuevo Periodismo y mantiene un grupo sobre crónica que acaba de estrenar blog.
En ambos territorios, “la violencia lo pregna todo”, pero hay una espesa niebla que no deja que veamos su cuerpo desnudo. Cristián se dedica a correr esa cortina para arrojarnos a un teatro lleno de nuevos personajes y significados.
 
Los mundos violentos
Confiesa que sólo ficcionalizando la realidad logra acercarse fielmente a ella, como si la transcripción cruda no alcanzara para hacerla ver. En esos bordes en los que zurce la literatura y el periodismo, intenta lo imposible: revelar aquello que debería rebelarnos. “En los cursos que he dado, salen los prejuicios a flote. Lo maravilloso de la experiencia en El Salvador, por ejemplo, es que por un lado tenía periodistas con experiencia, de entre 5 y 10 años en medios, y, por otro lado, organizaciones de la sociedad civil que trabajan con jóvenes. Las organizaciones tenían un tremendo prejuicio respecto a lo que es un periodista. La sociedad no tiene un manejo de lectura de cómo funcionan los medios. Entonces nos emparentan a todos con la televisión. Por lo tanto, se le achacaba al periodismo la construcción del enemigo joven morocho pobre, tatuado (algo típico en el caso de Centro América), pandillero, etc. Y por parte de los periodistas, la creencia de que todos esos personajes que están vinculados a esa trama delictiva son igual de crueles, de impiadosos, y que carecen de espesura, de otro tipo de profundidad; personas cuya existencia se reduce a estar permanentemente disparando una pistola o extorsionando a otra. Entonces, esta confrontación entre las personas de las organizaciones –muchas de ellas que venían de las academias y del activismo– y los periodistas –con buenas intenciones y cierta práctica– dio un resultado increíble, porque los dos se tuvieron que correr del lugar en el que estaban parados. Ni los periodistas eran lo que los de las organizaciones creían, ni los jóvenes que integran las pandillas centroamericanas son asesinos. Después, cuando bajás al terreno, te enfrentás con el relato de estos jóvenes sobre su práctica cotidiana, sobre sus vidas. La violencia pertenece a su mundo desde que nacieron, no hay una instancia en la que haya habido una especie de remanso. Desde el abandono de sus padres por la migración a Estados Unidos o porque los perdieron en la guerra, pasando por el Estado absolutamente ausente salvo en su práctica represiva y continuando por una educación que los excluye. Pero sobre todo, te enfrentás a cómo en la convivencia diaria –primero con otros niños violentos y luego con otros jóvenes violentos– la resignificación que han hecho de la violencia es increíble. La mayoría de ellos ha perdido sus familias naturales y ha construido un espacio nuevo en la pandilla. La pandilla para ellos no es algo que esté mal: es lo que les ha dado sobrevivencia y es lo que les da identidad. Entonces, para poder comenzar a repensar sobre cómo se escribe sobre violencia, hay desacralizarla”.
 
El valor de la palabra
La primera lección de Cristián es acerca de la sintaxis que es capaz de producir cierta ética. “Creo que la ética es la de un método etnográfico que es imposible de evitar, que nadie enseña ni en las facultades ni en ningún lugar”. Lo explicará luego, cuando el café del coqueto bar Brighton ya está helado e intacto, mientras relata su último encuentro con una pandilla centroamericana. “Lo único que te piden es respeto. Eso significa que vas a entrar a un lugar privado, casi sagrado, como cuando entrás a una iglesia. ¿Viste que el cuerpo se te pone de otra manera, aunque no seas creyente? No es lo mismo caminar por una iglesia que caminar por la calle. Entrar al territorio que controla una pandilla es como transitar un espacio sagrado, un espacio en el que los códigos han sido construidos en base a mucho derramamiento de sangre. Hay entonces mucho de lo que no se puede hablar en voz alta. Y hay que aceptar que uno es tremendamente extranjero a eso”.
 
¿Cómo es ese territorio?
El territorio violencia es un territorio complejo, que incluye policías, ladrones, pibes chorros, paqueros, consumidores, corruptos, pequeños traficantes, traficantes grandes, etc., etc. Hay códigos y hay discursos que se juegan ahí.
¿Hay periodistas?
Si como periodista lo que hago es mantenerme con diez fuentes policiales y diez fuentes judiciales, todos los sujetos que pasan por mis historias son papeles, como esta servilleta. Y así ordeno estos elementos que me fueron entregados por estos sujetos y los dispongo con una lógica que, en general, es de la pirámide invertida y una forma de narrarlos que los cosifica. El resultado es que no estoy narrando lo que pasa. Yo creo que hay nuevos periodistas que tienen inquietudes que son de otro tipo porque, en general, los sueños de quienes llegan al oficio hoy no son los que nosotros teníamos. Yo soñaba trabajar en Página/12, por ejemplo. Los chicos que llegan a mi taller tienen entre 25 y 30 años y no se comen más el verso del periodismo. Ya saben que no van a contar grandes historias entrando en un diario. Entonces trabajan de cualquier otra cosa, gastan su tiempo en leer y cada tres meses producen un texto que intenta ser una crónica. Entienden una dinámica que tiene que ver cada vez más con una frontera entre el relato periodístico y la forma de vida que te propone la literatura.
Pregunta básica del realismo puro y clásico: ¿por qué los miedos producen miedo?
Lo impresionante del tema de la concepción social del miedo en sociedades como la nuestra es que ya no es una dinámica que puede ser denunciada desde la crítica cultural sobre cómo los medios producen el miedo: es un proyecto político en sí mismo. Creo que los medios no hacen más que expresar ese proyecto político y ese proyecto de sociedad, que conforma a una mayoría espantosa. Las formas de romper con la adhesión a ese proyecto político no tienen que ver solamente con las formas que asume el periodismo: no podemos seguir creyendo que son los medios los que construyen la realidad.
¿Con qué tiene que ver?
Para mí hay acá otro tipo de asuntos, que vienen de mucho más atrás y tienen que ver con las formas de vincularnos, con las formas de traicionarnos, las formas de construir poder en cada uno de los microespacios que ocupamos como sujetos. La violencia se expresa ahí. La violencia se expresa en el debilitamiento de los vínculos, en el debilitamiento de la palabra. Cuando los chorros hablan de la pérdida de códigos lo que están poniendo en juicio, para mí, es la validez de la palabra. Justamente, en este gran monstruo que se ha solidificado durante los últimos años que son las “maras” centroamericanas lo que descubro es que el tema de la palabra es fundamental. Ellos dicen por ejemplo: “La palabra no la tenemos aquí en la clica. La palabra viene de Los Ángeles”, me dicen. Se refieren a la ciudad donde viven los superiores de esa red transnacional que son, hoy por hoy, las pandillas centroamericanas. En su estructura interna, el jefe de la clica no tiene la palabra. Hay un sujeto dentro de ese grupo –que puede estar integrado por 10 ó 40 jóvenes que forman esa unidad de la pandilla–, que es el “palabrero”. Y el palabrero es el que se comunica con un círculo de veteranos, que son los que en definitiva toman las decisiones.
¿Hay una manera de crear vínculos con esa realidad? Me refiero a experiencias concretas, no a palabras.
Conocí en El Salvador la experiencia de una oenegé que trabaja con jóvenes a partir de la filosofía maya. Al principio pensé que eran unos truchos bárbaros. Pero no: tienen un trabajo persistente. Ellos tomaron de la filosofía maya el concepto de “círculo de reconciliación” integrado por los diferentes líderes de la comunidad. Así convocan a los diferentes actores sociales del territorio: desde iglesias evangélicas hasta pandillas. Al reunirlos, usan la figura del “bastón palabrero”: el que tiene el bastón habla y los demás, deben callar y escuchar. Así lograron que los jóvenes pandilleros se sumen, porque les garantizaban que iban a escucharlos con el respeto que ellos necesitan. Se trata de una experiencia que parte de una propuesta concreta: la reducción de daños.
Un término que viene del tratamiento de adicciones…
Exactamente. Se trata de aceptar que lo que podemos hacer, concretamente, es reducir los daños de la violencia. Te permite lograr acuerdos mínimos, pero que al menos permiten establecer relaciones. Todo ese proceso ahora está en peligro por el asesinato del fotógrafo español Cristian Poveda (autor de La vida loca, un documental sobre las maras de El Salvador, asesinado el pasado 2 de septiembre) y que se adjudica justamente a la pandilla con la que ellos trabajan. Este asesinato ha puesto en crisis un proceso que inició nada menos que el Frente de Liberación Nacional Farabundo Martí, que llega al poder por la vía electoral luego de tantos años de lucha armada. Se trata de un proceso que llega después de que esa sociedad probó todas las políticas de mano dura, de extrema derecha, y de comprobar que sólo servían para reproducir de manera exponencial la violencia, la delincuencia y los homicidios.
¿Qué diferencia hay entre las pandillas de El Salvador y las del resto de Latinoamérica?
La diferencia es su relación con la migración. Muchos de esos chicos fueron expulsados de Estados Unidos y se reorganizaron en el territorio de sus padres, manteniendo los vínculos con las pandillas originales. Colombia, en cambio, no tiene jóvenes repatriados. Los jóvenes son instrumentos del narcotráfico, el paramilitarismo o la guerrilla.
¿Y en Argentina?
Tenemos un narcotráfico en estado muy larval. Su desarrollo no ha terminado de estallar.
 
De eso se trata, justamente, su próximo libro, que planea parir en marzo con el cumbiero título Si me querés, quereme transa en el que cuenta las peleas por el control del mercado local. Advierte Cristián tres cosas sobre el tema. La primera: eso que llamamos narcotráfico es en realidad un sistema económico paralelo que sostiene al legal. “Estos mercados nuevos que están vinculados al trabajo ilegal y la explotación son las maneras de sobrevivir de millones de personas”. El infierno incluye al paraíso, remember. La otra: en esa para-legalidad no hay descontrol, sino todo lo contrario. El orden es estricto, sólido, compacto. Unos mandan y muchos obedecen.
Por último, y ya para cuando el café es un recuerdo helado, nos deja de tarea algunas preguntas. ¿Cuál es el impacto que el Estado clientelar ha dejado a tantos jóvenes sin sueños, sin voluntad y sin ambición? ¿Cuál es la consecuencia de ver a sus padres convertidos en personas que no pueden hacer otra cosa que pedir, humillándose? “Tenemos que preguntarnos qué ha pasado con la subjetividad de esos chicos para encontrar la forma de restablecer lo que nos reclaman: dignidad”.

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