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Onda Sábat

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Alfredo Sábat. Es dibujante, artista plástico, e hijo de un maestro que nunca le dijo cómo hacer las cosas. El día que en La Nación le dieron una trompada por un malentendido futbolero, se replanteó el trabajo. Ahora tambien es el cibermúsico autor de No tengo onda.

Onda SábatPara que quede claro de quien es hijo, Alfredo Sábat da inicio al currículum que publica en su página web con una foto grupal donde puede verse, entre otros, a Oesterheld, Quino, Caloi, Lino Palacio, Fontanarrosa, Alfredo Breccia, su papá, Hermenegildo, su mamá Blanca y él mismo, a los 6 años. La foto lleva por título “Primera Bienal del Humor y la Historieta, Córdoba, Argentina, 1972”. Según reconocen los cuadernos que guarda de aquella época, Alfredo ya era por entonces el dibujante autodidacta que sigue siendo hoy. “En vez de ir detrás de una pelota, dibujaba. Era un bicho raro. Cuando miro mis cuadernos de primer grado, pienso: era un monstruo”. Y el tono en el que lo dice no delata precisamente admiración.
Tuvo que pasar mucho tiempo para que, además, pueda divertirse como un chico cada vez que produce una imagen con el pincel o con el mouse, pero sin palabras. Gracias a esa decisión, en sus cuadros los colores, hablan.
El camino hacia el estado de bienestar -que le otorga ahora esa sonrisa traviesa con la que cuenta el trayecto- está jalonado por diferentes revelaciones. La primera tuvo que ver con un dilema técnico, digno de Hamlet: “Estaba tan preocupado por tener un estilo propio que tomé la decisión de trabajar los dibujos en tres dimensiones para que eso fuera lo característico. Pero me di cuenta de que la técnica es una herramienta que tiene que estar al servicio de lo que se quiere expresar. Parece básico, pero a mí me llevó un tiempo procesarlo. Y entenderlo, me liberó”.
La otra revelación le llegó con una trompada. Literalmente. Por primera vez en su vida le pegaron una piña que le quebró la mandíbula y lo dejó en el suelo, nocaut. No fue ni en la calle ni en un ring, sino en la coqueta redacción del diario La Nación, donde trabaja como dibujante y caricaturista desde julio de 1999, de domingos a jueves y de 14 a 22. “Un empleado de administración que estaba repartiendo sobres en la redacción hizo un comentario sobre un partido y se me ocurrió hacer un chiste sobre eso. Se ve que le cayó mal, porque sin mediar palabra, me embocó. Lo más extraño es que a mí no me importa mucho el fútbol”, dice como para reforzar el tono absurdo de la situación. La consecuencia fue un mes de licencia médica que le permitió sentarse a charlar con una amiga en ese mismo living donde estamos conversando ahora y en ese mismo sillón que señala hoy como si fuera el altar del milagro. “Le estaba contando la tensión que representaba para mí ese trabajo. Estar todo los días, esperando que alguien me pidiera un dibujo, cosa que a veces sucedía y otras veces no. Luego, esperar que me dieran la aprobación, que también a veces sucedía y otras veces no. Volver a casa con unas rabias que me encendían… y de pronto, mientras lo estaba relatando me vino una certeza: qué importa. Es un trabajo”.
A partir de ahí empezó a dedicarle tiempo propio a trabajos propios. El resultado son todos los cuadros que están colgados en los distintos ambientes del departamento familiar y que les dan un escenario deslumbrante a las escenas más domésticas, como por ejemplo ahora, cuando su pequeño hijo corre al gato y termina arrinconándolo debajo del retrato de una Marlene Dietrich ataviada con uniforme militar, en una exquisita gama de colores y con una mirada que también habla. “Es una serie que pensé a partir de relacionar los clásicos mitos griegos a los clásicos mitos de Hollywood. Trabajé en ese tema básicamente porque son dos cosas que me interesan y luego me fueron apareciendo las ideas para conectarlos. Comenzó cuando un día hice un retrato de una mujer sentada con un perro al costado, tipo galgo y de golpe se me ocurrió: es Diana Cazadora. Había leído tiempo atrás un ensayo de Robert Graves y no mucho más sobre el tema. Pero me entusiasmó lo suficiente como para armar una serie que luego expuse, tras seis largos años de no mostrar nada”.
 
 
Onda cero
Alfredo siempre cuenta que su método de aprendizaje es la observación. Creció mirando trabajar a su padre –“sin dudas, mi maestro”, dirá–, un artista tan inmenso como su silencio. “Nunca me dijo cómo hacer las cosas”. Quizás esa haya sido, exactamente, la gran lección paterna que le permitió explorar por sí mismo el oficio. Lo hizo con idéntico método: se paró delante de los grandes maestros y los interpretó uno por uno en libretas que atesora prolijamente. “Para mí ir a un museo es ir a tomar una clase. Las obras hablan por sus autores”. Alfredo conversa con ellas en su idioma: las copia, detalle por detalle, hasta entender cómo y por qué. “Cuando entendí el Guernica lloré”, ejemplifica sin pudor.
Toda esa etapa de charla con los clásicos parece confluir en la serie de cuadros mitológicos y está absolutamente ausente de su nueva producción, que muestra hasta donde es capaz de llegar el nuevo Alfredo, el artista travieso. “Empecé a probar un programa que me instalaron en la computadora y una cosa llevó a la otra”, dirá sonriente. Esa “cosa” es lo que él llama “experimentos musicales” y la “otra” son los videoclips que elaboró en base a temas propios que compuso, musicalizó y ¡canta! “Esto significa que soy la prueba de que hoy cualquiera puede cantar. Ahora, cuando paso por la puerta del Luna Park, camino al diario, y veo el cartel que anuncia los recitales de Arjona, entiendo todo”.
Habrá que esperar otro milagro antes de que Alfredo se suba a un escenario, por lo que sus hits sólo pueden, por el momento, escucharse y verse en Youtube o en su página web, en la sección multimedia, donde hay tres. Mi preferido: No tengo onda. Cuatro minutos ilustrados con fotos que completan el sentido de la letra que proclama:
 
“No tengo onda
No hay nada que hacer
Ni pintado de negro
Me van a creer”.
 
Armó esos videos con fotos que encontró en Internet y grabó tanto la música como su voz en su propia computadora, por lo que –una vez más– estamos en presencia del gran abracadabra de estos tiempos: una película de 4 minutos realizada sin cámara.
Ahora está preparando otra escala de su nueva muestra, que viene de exhibir en Rosario, pasa este mes por una sala porteña y ya tiene citas para el próximo año, que comenzará en el Centro Cultural Recoleta, en marzo. Allí presenta un poco de todo y lo mucho recorrido. Están las caricaturas que ganaron premios y las que se ganaron su corazón, los grandes cuadros y los pequeños videos y hasta las remeras que diseñó para la ocasión. No hay que interpretarla como una retrospectiva sino como una fiesta a la que Alfredo nos invita para presentarnos parte de su familia.

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