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Volveré y seré imberbe

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Pablo Marchetti, uno de los creadores de la revista Barcelona y el Conjunto Falopa, expone su teoría sobre lo que significa hoy reivindicarse peronista.

No sé si fue vocación política o, por el contrario, la elección del costado más despolitizado de la política. No sé si fue una respuesta a mis padres marxistas. No sé si fue porque ahí estaban las mejores minas, si porque estaban las mejores fiestas, si porque en definitiva era lo más parecido al hecho maldito en el colegio burgués que era el Nacional Buenos Aires a comienzos de los 80, en pleno sarpullido (estallido es demasiado) democrático. O no sé si en realidad fue rendirme ante la evidencia de que hay que elegir un camino religioso, siempre, y de ese destino nadie, ni el más ateo de todos los ateos, logra zafar. No sé si fue una cuestión mística, ideológica o sentimental: lo cierto es que cuando a los 14 años tuve que optar por una definición política me hice peronista. Y así sigo. O no, no sé.
Muchas veces me pregunté si puede uno dejar de ser peronista. Por suerte, hace tiempo dejé de hacerme esa clase de preguntas pelotudas. Sí, soy peronista. Porque ya lo dijo Perón: “Peronistas son todos”. Y se puede ser peronista aun odiando a Perón. No, odiando no (el odio no es un sentimiento peronista, odiar odian los gorilas), pero sí bardeando, cagándose en el Viejo. Porque el peronismo es algo que está mucho más allá de Perón. Y allí radica el talento de Perón. No en haber creado una doctrina ni un corpus teórico, sino en haberle puesto el apellido (en vida, él mismo hablaba de “peronismo”, ¡un genio!) a algo inasible, ilimitado, duradero y ¿eterno?
 
 
Parte de la religión
Peronista es Leonardo Favio cuando filma Perón, sinfonía de un sentimiento. Una película en la que Perón es un personaje sin fisuras, un semidios, Jesús entre nosotros, los argentinos. Apologética, sí. Pero también ridícula. Favio oculta a López Rega y muestra a Perón entrando en el Cielo eterno de la Nación. La película de Favio no es peronista porque defienda a Perón. No, la película es peronista porque su estética es extrema, desbordada y delirante. Muy incorrecta, sí, muy a contramano de lo que debería ser una película histórica. Cinco horas de cine irritante.
Y muy peronista.
Lo mismo ocurre con Gatica, el mono. Supongamos que efectivamente Gatica sea la encarnación del peronismo. ¿No hay mucho patetismo en ese personaje? ¿No es un tipo limitado, machista, inocente, débil? ¿No es conmovedor hasta la pena verlo celebrar, en andas, luego de haberse casi desangrado en el ring? ¿Es ésa realmente una victoria soñada o no es más que una sufrida y desoladora victoria peronista? ¿Es realmente heroico verlo mearse encima mientras canta un tango, en un cabaret, totalmente borracho cuando no queda ya casi nadie? Y ni qué hablar de la escena más sublime de todas: cuando después de una pelea feroz entre Gatica y su mujer, el boxeador le recrimina: “¡Me rompiste los elefantitos!”, al ver que sus miniaturas de porcelana están hechas añicos.
 
 
Elogio de la chicana
Peronista es todo aquel que se haga cargo de esa mística popular tan difícil de definir y tan sencillo de ver y de sentir. Y quien toma ese camino inmediatamente se vuelve, aun siendo crítico, un reproductor de esa espiritualidad, sentimiento, ideología o lo que finalmente sea el peronismo. ¿O no es peronista, acaso, el stencil de Perón con cresta punk y la leyenda “is dead”? Definitivamente, sí. Es que no existe nada más peronista que la combinación de Perón + chicana. La chicana es constitutiva del ser peronista. La chicana es al peronismo lo que la dialéctica al marxismo.
Por eso Capusotto es peronista, uno de los grandes peronistas de nuestro tiempo. La chicana puede tener paso de comedia filosa y foquista, como en Capusotto. O paso de tragedia costumbrista y universal, como en Favio. O relectura de lo más poderoso que dio el peronismo como legado estético, como en el caso de Daniel Santoro, el grandísimo pintor peronista. Si Favio equiparó a Perón con Jesús, Santoro es el Miguel Ángel peronista. Dorado a la hoja y Evita Santa: una combinación que está más allá de cualquier territorio de aquello que conocemos como “razón”. La espiritualidad en el arte, aquella de la que hablaba Vassili Kandinsky, constructivista ruso que no se bancó el realismo socialista. Pero nada de abstracción, compañero: descamisados, carajo.
Santoro trabaja con la iconografía peronista, con aquello que los gorilas más aborrecieron, siempre. Con el gran legado artístico del peronismo. Porque ésos fueron los cimientos de la mística durante los años felices. Lo que vino después fue la resistencia, bomba, caño, un quilombo. Pero entonces sí que estábamos bien. Lo mismo cree Leónidas Lamborghini, el poeta más maldito de todos, el que oscila entre una lírica críptica y abstracta (sí, compañero Kandinsky, mire usted, se puede ser peronista y abstracto) y esa genial reescritura de La razón de mi vida en clave vanguardista que es Las patas en la fuente. O el naturalismo destartalado de la obra teatral Perón en Caracas. O Eva Perón en la hoguera.
 
 
Realismo peronista
Si en la Unión Soviética fracasó rotundamente el realismo socialista, en Argentina, modestamente, triunfó el realismo peronista. Un realismo que se hizo grande cuando el peronismo ya no era una política de Estado sino una espiritualidad y un deseo. No la resistencia, sino la añoranza de aquellos años que no volverán, pero que quién sabe. Favio, Lamborghini y Santoro son los más grandes representantes del realismo peronista. Y la confirmación de que el peronismo está vivo, aunque no sepamos muy bien qué es, aunque Perón esté muerto y sin manos.
Perón murió, hace mucho que murió y su presencia hoy no significa nada para casi nadie. ¿O alguien puede pensar realmente que las obras que escribió Perón son un legado literario o filosófico para alguien? No jodamos. Cuando yo empecé a ser peronista sí, todos los peronistas invocaban a Perón, mostraban sus fotos con Perón. En cambio ahora, que los que estuvieron con Perón ya están viejos, Perón fue. Y el peronismo ahí está, más vivo que nunca, como el desquicio que mejor explica muchas de las cosas buenas y muchísimas de las nefastas que ocurren en este país.
 
Bruto con onda
En enero de 1987, apenas terminé el secundario, viajé a Chile como militante peronista. Los estudiantes secundarios chilenos invitaban a varios secundarios argentinos a unas jornadas de solidaridad con los mapuche, cerca de Temuco. Una acción política: como los pibes estaban perseguidos (todavía estaba Pinochet y la cosa en Chile estaba bastante pesada), si los llevaban presos y había extranjeros se armaba un bolonqui internacional. Viajé a Chile y nos metieron en cana junto a unos mil pibes más. La mayoría eran chilenos, pero había también otros argentinos, uruguayos y brasileños. Hace poco, en un programa de televisión, me enteré de que entre esos argentinos estaba también Martín Sabbatella. Yo no lo recuerdo.
Éramos muchos. Y todos fuimos en cana, en un galpón enorme de los bomberos, en la localidad de Lautaro, cerca de Temuco. Fue el momento en que estuve más cerca de sentirme un guerrillero. Entre otras cosas, porque había pibes armados y hasta me enteré de que en algunos de los campamentos hubo prácticas de armas, a cargo de pendejos que militaban en el Frente Patriótico Manuel Rodríguez. Allí conocí a una chica del pc (una sigla que entonces significaba “Partido Comunista”) con la que estuve de novio. Hablábamos mucho de política, claro. Ella me decía que la clase obrera tenía la mística revolucionaria de manera innata, pero que nosotros, como pequeñoburgueses, debíamos estudiar para incorporar la teoría, y militar para incorporar esa mística revolucionaria. Y, medio despectivamente, me definió: “Tú eres pura mística”. O sea, un bruto con onda. Es decir… ¡un peronista! Creo que me quiso bardear. Para mí fue un orgullo.
 
 
La teoría mínima
El peronismo es la teoría mínima, los rudimentos teóricos básicos que se necesitan para seguir adelante. No hay enrosque conceptual en el asunto, todo fluye con la naturalidad que sólo puede dar el pragmatismo. Y en ese punto, sí, soy peronista. Porque me resulta mucho más sencillo hacer que ponerme a reflexionar sobre lo que hago. La reflexión existe, claro. Lo que hago tiene como eje la escritura. Y con la escritura trato de pensar sobre el uso del lenguaje. Todo se resume en dos puntos: poética y política. O, más bien, en hacer que ambas cuestiones vayan en una misma dirección y sean una misma cosa. Y en la mayoría de los casos, a poner en evidencia cómo se construye poder a partir del uso del lenguaje.
El hecho de utilizar la escritura no significa rendirme a la naturalidad con que se impuso la narrativa como forma hegemónica del relato. No creo ser poeta (en realidad, no me siento cómodo con ninguna categoría en particular; cuando tengo que llenar un formulario, en el ítem “ocupación” pongo “periodista”, pues creo que ése es finalmente el único oficio que logré, a duras penas, adquirir) pero sí me interesa la dimensión poética del lenguaje. Me interesa la lírica, sí. Pero creo que en lo poético se expresan dos aspectos cruciales de la palabra: el visual y el musical.
 
 
El gran relato
Lo visual es una categoría gráfica de la palabra. Todos sabemos que una imagen vale más que mil palabras. Pero lo que nadie dice es que una palabra vale más que mil imágenes. Y es allí, en la edición, en la elección de qué palabras vamos a poner en cuerpo 250 en la tapa de Barcelona, donde lo periodístico, lo satírico, lo poético, lo popular y lo sociológico se funden en una síntesis poderosa e hincha pelotas. Y eso es, entre otras cosas, muy peronista.
 
Pero-dista
“Yo nunca me metí en periodismo, yo siempre fui peronista”, podría decir parafraseando a Osvaldo Soriano. Pero sí, claro que me metí en periodismo. Y cuando uno hace periodismo y es peronista dice barbaridades. Como hace Héctor Ricardo García, el period/peron/ista más genial que tuvo, tiene y tendrá Argentina. Lo digo en el sentido de la edición. Porque en general, cuando se habla de buenos periodistas, se habla de plumas, de gente que escribe buenos artículos, buenas crónicas, buenas entrevistas o tiene buena información. Se prioriza el qué sobre el cómo. Y las dos cosas deberían ser una sola. Un medio necesita de ambas, si no es un plomazo bienintencionado. Y García es un genio del cómo, del formato.
Otra cuestión muy peronista del asunto es manejar un registro muy amplio. En mi caso, esto no es algo que me imponga como disciplina. Es lo que me sale naturalmente. Recuerden que soy peronista. Entonces se puede ir de Rodolfo Walsh a Jorge Corona, de Lévi-Strauss a Caruso Lombardi. Pero no en plan pastiche posmoderno. El pastiche peronista es otra cosa muy distinta. Mientras la posmodernidad nos habla del fin de los grandes relatos, el peronismo (o eso que a mí se me antoja en este momento que es el peronismo) pretende crear un gran relato. Barcelona es un gran relato: un diario que se ocupa de todo, desde la Selección a las elecciones, pasando por las pequeñas miserias de la publicidad. Trabajamos con una agenda total.
Por estos días vamos a editar un libro del bicentenario de Barcelona. Le inventamos una historia de 200 años, donde está Perón, sí, pero también están Roca, el Petiso Orejudo, Fangio, el Y2K, el “que la sigan chupando” y tantas cosas hermosas más sobre nuestra historia. Del mismo modo que también estamos trabajando en otro libro, basado en una sección de la revista: Diccionario político total: de Cicerón a Daniel Scioli.
El relato del Conjunto Falopa, la banda en la que canto y compongo, también es total. Y más que peronista es gardeliano, que para el caso es lo mismo. Un repaso por toda la música criolla, con cuatro guitarras. En este caso, lo que se pone de manifiesto es la musicalidad de la palabra. Y también la textualidad de la música, la posibilidad de generar relatos (canciones que cuentan una historia) pregnantes y que cualquiera pueda cantar. Como la Marcha. Porque no hace falta ser Hugo del Carril para cantar la Marcha, ni hace falta ser un boludo que se sube al escenario para cantar las canciones de Falopa.
 
 
Esa larga y penosa enfermedad
El peronismo es algo grandioso. Pero no porque sea maravilloso. Si alguien pensó esto, si de mis palabras se desprendió esta idea, pido disculpas. Ser peronista es tener una fe molesta, que inquieta y llena de preguntas molestas, en lugar de dar respuestas. El peronismo es grandioso porque es monstruoso. E internarse en su historia y en su mística presupone enfrentarse a las peores miserias de la historia argentina. Es sentarse al lado de matones sindicales, de políticos chorros, de chantas de toda calaña, de vividores, de fascistas, de gente de la peor clase que encima nos quiere hacer creer que lo hace todo en nombre de la justicia social y el bienestar general. Por eso si uno decide nadar en esas aguas turbulentas lo mejor es saber qué peronismo elegir.
En mi caso, si se me permite, me quedo con el anarco-peronismo. O peronismo libertario. No crean que tal cosa existe, pero al menos a mí me sirve para llevar con dignidad esta larga y penosa enfermedad llamada peronismo.
Se trata del ideario anarquista inmerso en esta época signada por la mística peronista como única fe posible. Una mezcla del qué anarquista con el cómo peronista.
Pruébenlo, después me cuentan.
Y que los burgueses –y los gorilas– bufen.

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