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El huevo de la serpiente

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Barrio Villegas, Ciudad Evita. La noche del 10 de mayo, Penélope Lauman recibió tres tiros por la espalda. Sobrevivió para contarlo y revelar con su historia la trama de violencia de esas periferias sin ley y sin derechos. Zonas liberadas, donde dominan las pandillas que siembran miedo y droga entre los vecinos que se refugian tras las rejas y el silencio. Un caso testigo que desnuda las consecuencias sociales de un Estado que se muestra ausente e impotente. La pregunta que se hicieron entonces las amigas de Penélope abre un horizonte: ¿qué se puede hacer? Allí, donde habita el terrorismo de barrio y su vecina, la indiferencia. Apuntes sobre cómo vencer la parálisis y ganarle a la muerte.

El huevo de la serpienteEl día en que la balearon, Penélope Lauman, 28 años recién cumplidos, había llegado a su casa del barrio Villegas, de Ciudad Evita, provincia de Buenos Aires, después de trabajar en Mu. Punto de Encuentro. Era un poco más de las once y media de la noche, y salió al kiosco para comprar dos alfajores, para ella y para su hijo Agustín, 11 años. La calle 500 estaba como siempre. Vio a algunas personas en la esquina, no les prestó atención. Ni siquiera se quedó en el kiosco charlando un rato, para poder volver rápido a casa: uno de dulce de leche, otro de chocolate. En ese momento sintió los estampidos detrás suyo. Algo empezó a quemarle a la altura de los riñones. Y algo se derramaba por su espalda. Quiso correr, pero sus piernas no. Penélope no podía ver la sangre. Se desplomó de rodillas. Y dijo: “Agustín”.
Después de los disparos el barrio se congeló en su propio silencio. El miedo clausura cerraduras, oídos, bocas y ojos. Penélope gritó. Pidió ayuda. Jorge, hermano de una amiga de Penélope, descifró esa voz y corrió a abrir la puerta. Sus padres le gritaron que no, que era peligroso. Jorge sólo informó: “Es Peny”.
Salió a la calle. Penélope estaba desangrándose en el piso. Jorge golpeó puertas que no abrían. Era como estar encerrado al aire libre, sin salida. Algunos vecinos se asomaron. Corrió unos metros a lo de un remisero que se negó al traslado. Las amigas de Penélope suponen que eso se debió –en proporciones difíciles de estimar– al miedo, y a que la sangre mancha el tapizado.
El tiempo también iba desangrándose. La policía y la ambulancia no llegaban (y jamás llegaron: Villegas es un barrio ajeno a tales artefactos). Penélope se estaba muriendo. Hereda el nombre de la Penélope mitológica, la de la Odisea, que tejía y destejía para ganar tiempo en una espera permanente. Para la Penélope real, con el cuerpo roto, esperar significaba la muerte.
Jorge se paró delante de un automóvil que pasaba. Era una pareja joven, en un Fiat Uno. Subió a Penélope al asiento trasero. Bety, la madre de Jorge, se apretó adelante. El joven atravesó con el auto un terreno para evitar toda una vuelta hasta llegar a Crovara. La vida se mide también en segundos y no le importaron los amortiguadores. En el camino Penélope tuvo una especie de sueño: estaban yendo al hospital porque había un parto. La alucinación la mantenía alerta. “Hay que llegar” escuchaba. No sabe si lo decían otros, o si era su propia voz.
Llegaron. Hospital Paroissien, de Isidro Casanova. Los médicos se abalanzaron sobre ella, presionándola con ¿gasas? ¿trapos? Le tapaban las perforaciones de las balas que habían estallado dentro de su cuerpo. La presión era un dique para la inundación de sangre. No le dolía nada. Todavía no podía saber que perdería buena parte del hígado, un riñón, que tenía bombardeados el estómago, los intestinos, los pulmones… Sólo sintió que las compresas aliviaban el flujo de sangre. Y que estos médicos parecían saber lo que estaban haciendo. Tuvo una certeza: “Zafé”, pensó, aunque días después estaría al borde del abismo media docena de veces.
Perforada, desangrada, ya estaba por caer bajo el efecto de los calmantes en el quirófano, pero alcanzó a hacer un anuncio a los médicos: “Qué linda es la vida”. Y se le cerraron los ojos.
Los que dispararon por la espalda acertaron tres veces. Las balas partidas estallaron dentro del cuerpo. Hirieron casi todo. Para saber si Penélope seguiría tejiendo su historia, faltaba conocer una respuesta: la de su corazón.

El índice en un gatillo

Villegas es lo que podría llamarse un barrio obrero, al que la desindustrialización dejó casi sin obreros. Lo que eran fábricas en Ciudad Evita hoy son shoppings, supermercados o lugares un tanto olvidados, donde las ratas no son una especie en extinción Los vecinos con esfuerzo se han hecho o comprado casas sólidas con jardincitos donde crecen más rejas que flores. Me dicen: “Es un barrio de clase media baja”. César agrega: “Es una villa de cemento”. Pero en las villas suele haber comedores, guarderías, centros comunitarios, lugares de lo común. No hay rejas ni esta especie de silencio denso donde la desconfianza es el modo práctico de lo que los expertos llaman “ruptura de lazos sociales”.
Las horas de espera en terapia intensiva del Paroissien estaban hechas de rumores, angustia, y teorías. Venían del propio barrio.
En un partido de fútbol un chico fue herido de bala. Sus amigos juraron venganza armada. Esta teoría se subdivide.
 
Teoría 1: Se la juraron a cualquiera que encontrasen después de las 10 de la noche, tras una especie de “toque de queda” establecido en el barrio. Penélope fue la víctima por azar de una batalla que desconocía.
Teoría 2: El pelo ondulado de Penélope tiene algún parecido con el de la madre del supuesto responsable de herir al chico. Por eso quisieron matarla (los códigos sicilianos ya son de museo).
Teoría 3: Ninguna hipótesis tiene sentido. Fue una agresión indescifrable para quienes no suelen gatillar armas.
 
Un aspecto más o menos difundido es que quienes dispararon son adolescentes, pertenecientes a pandillas del barrio a las que se adjudica estar ligadas con “la droga”. La frase se escucha mucho en Villegas, en Argentina, en el mundo: la culpa es de la droga.
Pero las respuestas no explican y las explicaciones no responden. Por eso Villegas se llenó de preguntas.

¿Cómo seguir viviendo?

La espera por los informes médicos de los mediodías se hizo eterna. El clan de amigas de Penélope se instaló en una galería casi al aire libre, en el piso, a compartir esa actividad llamada “estar ahí”. Pura impotencia a veces, pero potencia de no dejarse infectar por la soledad. Esas chicas lloraron, durmieron, se consolaron mutuamente, adelgazaron, putearon, lloraron otra vez. Penélope seguía en coma farmacológico. Ellas, al estar ahí, desafiaban al destino. Ágata (la hermana de Peny), Paola, Nora, Mónica, Jesica, Anabella, Soledad, y también amigos y compañeros de Penélope en la Cooperativa lavaca.
Paola preguntaba: “¿Cómo vamos a seguir viviendo?”. Mónica: “¿Cómo volvés a tu casa sin pensar que te pueden matar?”. En esa espera llena de conversaciones (las palabras alivian la angustia), surgió una idea: frente a la sangre, el miedo y la muerte, conviene hacer algo.
Empezaron a nacer proyectos. “Hagamos una misa por Penélope”. Ninguna de las chicas es la católica del mes, precisamente. Ágata: “Cuando no sabés a qué recurrir, está la fe, ¿qué otra te queda?”. Les quedaban otras: por lo pronto, armaron un volante convocando a la misa y salieron a pegarlo por todo el barrio. Es una descripción que podría aplicarse a muchos lugares. El título es “Por Penélope y por la paz”. Allí escribieron:
 
Nos quieren explicar lo inexplicable con la lógica de siempre: Penélope es la víctima inocente de una pelea entre bandas que se disputan el control de barrio. Sus familiares y amigos sabemos que Penélope es la víctima inocente de algo más grave: es víctima de la violencia, la cultura del odio y el terror a que estamos sometidos en este barrio.
Sabemos que en este barrio hay una mayoría de gente que intenta trabajar y sobrevivir y criar a sus hijos lo mejor que puede. Que todos los días convive con la injusticia y la violencia que genera la pobreza.
Sabemos, también, que nuestros adolescentes tienen al alcance de la mano lo peor, lo fácil. Y lo difícil, lo cada vez más inaccesible, es que tengan una buena educación o buen trabajo.
Sabemos que este barrio está marcado en el mapa con rojo, como una zona de peligro, de guerra cotidiana. Pero sabemos también que no está en rojo para las políticas sociales ni las obras públicas ni la educación ni la salud ni la seguridad.
Lentamente, nos fuimos acostumbrando a este destino de pobres peleando contra pobres, a la muerte en la esquina, a la violencia en la puerta y al odio al otro, que es  igual a nosotros, sufre lo mismo que nosotros, pero es nuestro “enemigo”.
Lentamente nos fuimos acostumbrando a lo peor: a pensar que esto no tiene solución. A que la tranquilidad, la paz del barrio ya no es posible.
Así nos convertimos en rehenes de los que quieren que vivamos con miedo, sin justicia y sin seguridad. Y sin futuro.
Sabemos que no va a ser fácil, sabemos que el miedo nos domina y sabemos que nuestros verdaderos enemigos son aquellos que no quieren para el barrio otro destino que el del terror.

Matémonos entre todos

Ágata: “Cuando salimos a pegar el volante, cantidad de vecinos se acercaba diciendo que no se puede seguir viviendo así”. Primera novedad: hablaban del asunto, en lugar de enrejarlo. Almacenes, peluquerías, kioscos, todos exhibían el volante. En ese momento se produjo la notable intervención de una extraña entidad llamada “Policía”. Cuenta Ägata: “Vino un patrullero para ver qué andábamos haciendo, y qué era ese papel”. En el barrio de la proliferación de armas y de miedo, la policía vigila a las sospechosas convocantes a una misa por la paz.
Uno de los amigos de Penélope, en el hospital, captó otra táctica policial: “Nos dijeron que en esta semana hubo seis muertos por balas. Y no parecen muy preocupados por encontrar a los responsables de algo que ya escapa a la anécdota. Para mí la idea es que nos matemos entre todos”.
No se trata, entonces, de problemas puramente delictivos o de drogas. No son problemas que se resuelven con la policía, que en el conurbano es parte del problema más que de la solución. No son “casos”: se trata de una dinámica sistemática de exclusión y violencia contra las personas. Si la violación de los derechos humanos se correspondía con la idea de terrorismo de Estado, esta regresión o retroceso global de los derechos humanos se corresponde con un terrorismo local, un “terrorismo de Barrio”, que no necesita tanques en la calle sino generar la noción de que todo lo que ocurre es “natural”.

El sentido de las hostias

La convocatoria a la misa fue complicada. Mientras amigas y amigos de Penélope se reunían en la calle donde ella cayó herida, empezaron a llegar mensajes de texto: con frases que pronosticaban chaparrones de violencia. Una de las chicas lloraba a gritos. Los que llegaron desde Capital miraban un tanto pálidos estas escenas. Los vecinos observaban desde atrás de las rejas. Un par de veces pasó un joven acelerando su moto muy cerca del grupo, sin que quedase claro si era un provocador, o un estúpido.
La odisea hasta la iglesia San Antonio de Padua atravesó un pasillo de monoblock que parecía escenario de un videojuego de pandillas urbanas (eso también es globalización). En la iglesia no había nadie. El propio cura estaba con la sotana a media asta y propuso dejar los rezos para otra ocasión. Un patrullero con la trompa rota, ante el pedido de garantizar la seguridad, huyó esquivando vecinos: cada detalle nutre y simboliza el microterrorismo de barrio.
Las convocantes le insistieron al cura. Una de las amigas de Penélope, con santa paciencia, le propinó una frase inolvidable: “Padre, hay que tener fe”. El cura inició la misa como si fuese un calvario.
Sorpresa: los vecinos empezaron a llegar de a dos, de a tres, hasta llenar la iglesia, y terminó habiendo gente parada en el fondo. Nora leyó el texto del volante en el púlpito. El cura oraba de reojo. Las chicas no sabían bien cuándo pararse, cómo era lo de las hostias, qué había que cantar: la liturgia oxidada. Sin embargo, o justamente por eso, todo era conmovedor.
Al salir, el patrullero de la trompa rota pasó raudamente frente a la iglesia, pero el conductor se había ocultado la cara con un pañuelo (¿un admirador del subcomandante Marcos?). La gente fue desandando el camino. Más de uno podía pensar que el éxito de la misa había sido el de la inesperada llegada de tantos vecinos. Pero las jóvenes del barrio no piensan así: “No hicimos la misa para que venga gente. La hicimos para que Penélope se ponga bien”.

Ideología y bizcochos

Un buen día, realmente, Penélope abrió un ojo. Hasta parpadear parecía un esfuerzo sobrehumano para ella. Pero vio a una amiga, Melina, que había andado con algunos problemas personales. Y habló, pese a la máscara de oxígeno: “¿Cómo están tus cosas?”. Penélope estaba convertida en una terminal de caños y cables que la tenían conectada a la vida. Pero se preocupó por su amiga. Luego vio a Mónica: “Suerte que el viernes fuimos a bailar”, le dijo. Las chicas lloraban, pero ahora de alegría. Acordaron otra idea: pintar un gran mural con la colaboración de los adolescentes dedicados al hip hop, en especial los grafiteros.
Y empezaron a pensar cómo cambiarle el clima al barrio: una meteorología social. Vivir de otra manera. “Estamos a cinco cuadras de la parte ‘linda’ de Ciudad Evita” ubica Paola, mientras todos tomamos mate con bizcochos ¿Cuál es la diferencia? César (el novio de Ägata): “Capaz que acá corre más la delincuencia, aunque no sé. Un día se me cruza un grupito de pibes con armas, preguntándome si yo iba al barrio de enfrente. Les dije que no, que venía acá, y me dejaron pasar”. ¿Para qué hacían eso? “Para ocupar el territorio. Si no sos buena cara para ellos…” ¿Quiénes son “ellos”? César dibuja como un globo en el aire: “¡Ellos! Los que están ahí. En todas partes”. Jesica: “Son los que piensan de esa manera. En la calle se hace una junta de varios muchachos que tienen esa ideología”. ¿Cómo es esa ideología? “La ideología es hacerse temer y hacerse conocer” señala César. “Ser el más peligroso” ¿Para qué? Jesica: “Buscan cualquier cosa para justificar la violencia”. César: “La idea es demostrar quién es el más terrible, el que se la banca más, el más violento, el que tiene más sangre fría”. Paola: “El temor a esas pandillas hace que la gente se calle”.
El miedo como sistema de control es una tecnología que tiene pioneros ilustres en los sistemas de poder, en general, y en grupos como los militares, las religiones, los vendedores de seguros, la clase política y muchos medios de comunicación, aunque ninguno de estos clanes es catalogado por los estudiosos como “pandilla”.
Otra característica es la mutación. Jesica: “Algunos mueren, otros se van, vienen otros. Algún ‘chuky’ siempre hay”. Ágata: “´Los chicos vienen de familias que ya están en el bardo. Los padres tampoco trabajan, o no les dan bolilla. Dejan de ir a la escuela y se meten en la banda”. Nora: “El problema principal es la droga”. Ágata: “Ves pibitos de 7 años, 8, drogándose. Y enfrente está la madre que no hace nada”. ¿Por qué no hace nada? Las chicas no encuentran explicación. César: “Si sentís que no hay futuro, que no hay vida, nada te interesa, ni tu hijo”. Ágata piensa: “Además, como eso se ve cada vez más empieza a parecer que es lo natural”.
¿La droga tiene que ver directamente con la violencia? Nora: “A los paqueros les decimos los muertos vivos, los zombis. Yo creo que ni les sirven a las bandas, porque están flacos, sucios, se sacuden, están destruidos”. Aunque el paco está de moda como cuco social, algunas experiencias ratifican lo que se ve en Villegas: esa droga daña eficientemente al que la consume, pero la violencia, si necesitara alguna droga para inspirarse, parece estar más relacionada con pastillas y psicofármacos de venta legal. Tal vez sea más ajustado pensar a la violencia como una tecnología autónoma, capaz de encontrar mil orígenes que la explican: drogas, narcotráfico, las ansias de poder (violencia política, social y también doméstica), el tránsito, Dios, el fútbol, el alcohol, Alá, la televisión, la Franja de Gaza, la Patria, los videojuegos o cualquier otra cosa. Los zombis son muchas veces más una consecuencia que una causa de la violencia.
Otra consulta: ¿cómo juega la policía? La mención del tema les genera mucha gracia. Mónica: “Para mí sería mejor que venga la Gendarmería”. La idea de que tiene que existir una policía que cuide de la policía nació en la Bonaerense durante el ministerio de Carlos Arslanián, pero cayó luego en desuso.
En ese paisaje, la clave violenta parece entonces radicar más en el flujo de grupos, bandas o pandillas, que representan uno de los más acabados ejemplos de lo que producen los sistemas actuales de exclusión en las grandes ciudades y sus periferias. El dibujo se completa con desocupación, corrupción policial (con protección política), difusión masiva de armamentos (se pueden alquilar armas en los barrios), las mafias (con o sin uniforme) que genera el narcotráfico. Además, el reclutamiento de chicos para delinquir; la carencia de otros proyectos y sentidos de vida, y una cultura que toma todo esto como lo normal: cosa de todos los días.
La duda: ¿puede hacerse algo frente a todo esto?
Mientras ese enigma flotaba en Villegas y en la espera de Terapia Intensiva, a Penélope le quitaron el respirador artificial. Frágil y con los ojos de sorpresa que corresponden ante semejante acontecimiento, empezaba a nacer de nuevo.

Antropología de los pibes chorros

Las bandas, pandillas o grupos de delincuentes, matones y sicarios, cada vez más jóvenes, que buscan dominar territorios pero a la vez funcionan “tercerizando” sus servicios al mejor postor, no se han inventado en este extraño país. Han sido el fruto de esta extraña época a nivel internacional. En Estados Unidos, Centroamérica y España se las llama maras. El trabajo Maras y pandillas realizado en Centroamérica por Demoscopía en 2007 propone una definición de las pandillas:
“Aquellas agrupaciones juveniles estables que cuentan con una identidad grupal construida a través de la participación en actos violentos o delictivos, y que ofrecen unos patrones de identificación a sus miembros que les permite organizar su vida cotidiana”.
El nacimiento de estos grupos es parte de la eterna historia de la violencia estadounidense: además de leer trabajos antropológicos, conviene ver buenas series policiales norteamericanas para entender el fenómeno. Pero las maras se han globalizado. Entre el trabajo de Demoscopía y lo observado en Villegas, pueden intuirse algunas de las causas de la expansión de estos grupos:
La huida del Estado y las políticas neoliberales (en el barrio nadie leyó este informe que no habla de Argentina, pero todos reconocen que el huevo de la serpiente empezó a verse a mediados de los 90).
La urbanización desbocada en todo el mundo (personas hacinándose en las periferias y barrios pobres, convertidos en feed lots humanos).
La necesidad de identidades culturales de los jóvenes, como forma de combatir su propia marginación. “Ser algo”, “ser más” o simplemente “ser”: Hamlet como tragedia suburbana.
La brecha social (la creciente desigualdad) y la discriminación cotidiana.
 
Se pueden seguir agregando ideas. La inexistencia de la ley o su manifiesta arbitrariedad. El desprecio social. El ambiente cultural (ya se sabe que una persona llega a los 15 años habiendo visto unos 200.000 homicidios y actos violentos por televisión, sin contar los noticieros). Cierto proceso de cosificación de las personas que daría para escribir otra revista entera. El prestigio del que se ve dotado quien delinque: “A las minas les gusta” me explicó hace unos años uno de los detenidos en un instituto para menores acusados de delitos graves. “Si no tenés plata, tenés que conseguirla, porque uno también quiere tener esas cosas que te muestran por televisión” me explicaron jóvenes de la Unidad 48 de San Martín (que casi a los 25 años, jamás habían tenido la más remota oportunidad de trabajar). Desde un punto de vista aun más existencial: si las propuestas y proyectos de vida carecen de excesivo sentido, si la vida misma parece una especie de encerrona aplastante, la mara o pandilla brinda esos modos de ganar en intensidad, en organización de la vida cotidiana, en la posibilidad de estar en un grupo, que brinda identidad. El trabajo centroamericano agrega que la pandilla “suple necesidades afectivas y brinda autonomía con respecto a la autoridad adulta”.
El psiquiatra español Luis Rojas Marcos, como jefe de los servicios de salud mental de Nueva York, detectó otras tres características que alimentan estas formas de violencia:

  1. a) El culto al machismo (y andar mostrando pistolas grandes no requiere mayores interpretaciones);
  2. b) La glorificación de la competitividad (en Villegas se define como “cagar al otro”);
  3. c) Un paso más: el diseño de ese “otro” como enemigo. Lo que en la historia humana ocurrió entre pueblos, países y también entre ciudades y barrios (obsérvese que la violencia mayor de las hinchadas de fútbol es contra los adversarios más cercanos), en los barrios actuales se transforma en guerra civil no declarada entre bandas de diferentes calles, como pasa en Villegas.

Todo este caldo no lo inventaron las maras estadounidenses (donde se “censaron” 26.000 grupos, con más de 700.000 integrantes). Esas bandas, como las centroamericanas, las parisinas, las por ahora más embrionarias de Argentina, todas las pandillas del mundo son un espejo que nos devuelve la imagen de esta época.

¿Se puede hace algo?

Ninguno de estos hallazgos sirve demasiado cuando uno está en la espera de Terapia Intensiva. Explican el problema, pero después ¿qué hacemos? El estudio de Demoscopía cuenta que muchos de los “mareros” lograron salir del esquema cuando encontraron proyectos propios: la posibilidad de armar una familia, tener hijos. Otra cuestión es que que alguien (a veces el Estado, a veces hay que hacerlo contra el Estado, o ignorándolo) brinde posibilidades reales de organización de la vida (volver a estudiar, tener un trabajo, generar las condiciones para que la persona empiece a pensar y pensarse de un modo distinto). Estos 35 números de mu son muchas veces un catálogo de cómo es posible crear esos espacios que abren vida, con una mezcla de fragilidad, química y fuerza similares a las que ha tenido Penélope para dejar abierta la suya.
¿Y en Villegas? Después de la misa, la idea fue organizar la pintada de un mural de unos 80 metros. Allí se dibujó la silueta de cada uno de los que estaban, dejando sobre el muro la imagen danzante de decenas de personas, agarradas de la mano. Lucas (16 años) y Egar (13) de la tribu de Hip Hop sfc, les pusieron arte, color y potencia a las palabras que todos eligieron: “Respeto”, “Amor”, “Unión” y “Paz”. Otra frase: “Por Penélope y por Villegas”. Nada rebuscado. Tampoco los colores. Pero las palabras y los colores andaban medio olvidados en Villegas. Dice Lucas, agitando el aerosol como una maraca: “Hacemos esto, pintamos, hacemos rap, eso te saca del bardo y de la droga. Acá no estamos robando. Igual hay gente que nos ve como vándalos”. Les digo que deben ser los viejos. Se ríen: “Claro. Los que le tienen miedo a todo”.
Las chicas del barrio también andan embadurnadas. Mónica: “Yo no puedo juzgar a la gente que se queda encerrada y no le importa lo que pasa afuera. Porque si en vez de Penélope, hubiese sido la señora que compró antes que ella, yo hubiese dicho: ‘qué bajón’, pero hubiera seguido con mi rutina. No me hubiera sumado a una lucha ¿entendés? Por eso yo les hablo a los vecinos y les digo: ¿qué van a esperar, que les pase algo así a ustedes?”.
Mónica tiene un medio social de comunicación: el almacén de su papá, Cachito. “A cada uno que entra le doy volante de Penélope, parte médico, y le quemo la cabeza diciendo que no puede ser que nos quedemos quietos. Todos tenemos alguien a quien llorar y alguien que nos llore en un caso así. Me di cuenta de una cosa: si la gente ve que lograste pensar o hacer algo, se involucra. Apenas hablamos de hacer un centro comunitario, un trabajo para que los chicos tengan dónde estar y qué hacer, la gente empezó a engancharse. Hay que darle un giro a la situación”.
Ágata: “Tenemos que ver cómo conseguir un espacio y armar actividades deportivas, talleres, cosas con los chiquitos”. Mónica: “Si vivimos en el medio de la injusticia y la violencia, hay que juntarse para afrontar el miedo y pensar. Es difícil hacer un lugar en la cabeza. Estos días tuvimos dolor, angustia, impotencia. Pero si te vengo con un discursito, no sirve. Cuando era chica nos daban clases sobre sida, violencia, lo que sea, y nosotras tirábamos papelitos. La cuestión es hacer las cosas en serio”. Paola: “El problema es cuando te acostumbrás a que esto es así. Nosotras de adolescentes aprendimos a correr entre tiroteos. ¿Se acuerdan cuando volvíamos de una fiesta de 15?”. Mónica asegura que se salvó porque pesaba 47 kilos, suficiente delgadez para quedar disimulada tras una columna: “Pero de ahí me iba a mi casa a dormir. Y la vida seguía como si nada. Pero no es normal. No puede ser”. Dice algo asombroso: “Si te acostumbrás a vivir de esa manera, si nada te conmueve, nunca cambiás nada”.
En el hospital, Penélope está en la cama, dispuesta a conversar. Percibe que el problema no son las bandas o pandillas del barrio, sino el barrio en sí: “No hay nada para que los chicos se incentiven a hacer algo interesante. Es lo que siempre me preocupó de Agus. Tiene 11 años. Es un nene. Otros chicos a esa edad ya quieren ser eso que ven en la esquina. Creen que eso es tener poder”.
Vienen a hacerle curaciones. Su cuerpo es una herida múltiple que va cicatrizando. Sus amigas se turnan para que siempre esté acompañada. Ya habrá tiempo para pensar cómo no acostumbrarse, cómo hacer del barrio un lugar donde estar sin miedo. Por ahora Penélope sigue concentrada en un proyecto que hace pocos días resultaba una utopía: volver a casa. Y seguir viviendo.

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La ley de la transa

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