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La escena del crimen

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La isla Martín García fue uno de los diez campos de concentración de indígenas en territorio argentino. En sus 180 hectáreas hoy viven casi cien personas y la visitan un puñado de turistas que buscan una de las glorias de la isla: el pan dulce

La escena del crimenLa guía empuña el micrófono como una cantante de folk norteamericana. Es rubia, discreta, viste vaqueros y botas. No canta, pero nos da la bienvenida y nos informa la velocidad y   recorrido que hace la lancha que tomamos en Tigre y nos deja tres horas más tarde en la reserva natural Isla Martín García. Dice que está ubicada a 60 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, en la desembocadura del río Uruguay, sobre el Río de la Plata y frente a la costa uruguaya. Cuenta también que fue bautizada en 1513 con el nombre del despensero de la expedición de Juan Díaz de Solis, que murió en alta mar.
Lo primero que se ve al desembarcar son dos cañones pintados con esmalte sintético gris apuntando al puerto. Un arco de cemento tiene inscripta la palabra “Bienvenidos” con poca convicción. Hay árboles altos y espesos a los costados de las calles pedregosas. En la entrada, un cartel enorme, con sus bordes corroídos por el óxido, informa sobre la geografía de la isla, y en él -con toda naturalidad – una franja rojiza etiquetada como “zona intangible”. Un dato inquietante que me llena de preguntas que nadie puede responder… Queda, entonces, la imaginación.
No hay autos, ni camionetas, no se ven bicicletas, y dudo que haya triciclos. Circula un tractor que arrastra una plataforma con ruedas primero vacía y que, al rato, pasa con algunos muebles de madera bailando en la superficie. La poca gente que camina por el lugar tiene un abrigo atado a la cintura, algunos usan viseras, zapatillas enormes y una impunidad propia del turista. Es decir: son turistas.
Los lugares históricos están señalizados con carteles que parecen recortados del Billiken; dan una explicación certera que no permite preguntas. Son varios; un teatro, el penal donde estuvo detenido el ex presidente Juan Domingo Perón, la casa de Rubén Darío, el museo, el crematorio, la casa de bombas. Todos están indicados en los mapas con numeritos o flechas gordas. No hay manera de perderse y, sin querer, llegar a la “zona intangible”.
La gran mayoría de los habitantes de la isla son empleados administrativos de la provincia de Buenos Aires. Los otros trabajan en sus negocios: un kiosco, un bar y dos restaurantes. Nadie es propietario de la casa que habita ni de los comercios que gestiona. Todas son concesiones que otorga el Estado provincial.
Las clases se dictan de martes a sábado, y la falta de profesores hace que las familias con hijos adolescentes tengan que mudarse para que puedan cursar la secundaria.
El refugio
Delia tiene un poco más de 50 años y hace 13 años que llegó desde Trenque Lauquen. Habita una casa de habitaciones enormes. Dice que las dimensiones son amigables sólo en verano, porque toda la casa se mantiene fresca; en cambio el invierno es áspero y no hay con qué calentar los ambientes. Entre las 93 personas que habitan en forma permanente Martín García y los 15 gendarmes que cumplen tareas temporarias, Celia es reconocida por administrar el único bar (con pool) de la isla. Cuenta que es difícil tener negocio porque el traslado de la mercadería encarece mucho los precios. Aunque el único que hace plata, según Celia, es el panadero, su hermano, que prepara el producto más famoso de Martín García; el pan dulce. En sus dos tamaños (kilo y medio kilo) sobresalen los colores de la capa de frutas secas y abrillantadas que recubren la masa.
Celia recuerda que visitaba la isla en el verano cuando sus hijos eran chicos. Luego decidió instalarse y ya no fue una isla para ella, sino un refugio porque su marido, un agente penitenciario, la golpeaba. Ahora, dice que lo único que vale en la isla es la tranquilidad.
Le pregunto si conoce qué pasó con los indígenas en Martín García, qué dicen los pobladores de esta parte de la historia tan escondida. Lo define de una manera que no deja lugar a dudas: “una atrocidad, y los militares se ocuparon de borrar todas las huellas”. Ejemplifica: “la pista de aterrizaje de avionetas se edificó sobre un cementerio indígena”.
Siempre hay alguien que escucha los ecos, lo que dice la gente sin precisiones.
Lo intangible
Los profesores de antropología e historia Alexis Papazian y Mariano Nagy integran el Grupo de Estudios sobre Genocidio y Política Indígena del UBACyT (proyectos de investigación financiados por la Universidad de Buenos Aires).
Se sabe, la historia genera equivalencias: El Olimpo, La Escuelita, la ESMA y otros centros clandestinos de detención que funcionaron durante la última dictadura militar se corresponden hacia la década de 1870 con otros nombres del terror: Valcheta, Trelew, Tigre, El Retiro, Junín, lugares de depósito de los originarios de la zona pampeana y patagónica.
Los investigadores decidieron documentar e indagar qué pasó en uno de esos campos de concentración, quizás el más importante de su tiempo: la isla Martín García. Se sabe que funcionó antes, durante y después de la llamada Conquista del Desierto. Que allí se implementaron prácticas represivas contra los originarios. Pueden nombrarse sólo algunas de estas acciones sistemáticas: se los trasladaba hacinados en barcos, se desmembraba a las familias, eran mano de obra cuasi esclava, los hombres eran incorporados al ejército, se los casaba, bautizaba y se les aplicaban todas las normas morales e higienistas de la época.
“Los indígenas detenidos no entran en la figura del esclavo, sino en el de la minoridad. Aunque sí había prácticas propias de la esclavitud”, explica Alexis Papazian y ejemplifica: “Cuando se los llevaba a la isla no se establecía en los documentos de entrada un plazo de estadía en Martín García. Tampoco iban allí por haber cometido algún delito, sino simplemente por su condición de indígenas. Esto da un indicio para pensar la isla como un campo de concentración”.
 
¿Cuál era el criterio de selección?
Llevaban a familias enteras, los hombres de pelea con sus mujeres y sus hijos. Luego eran clasificados de una manera utilitaria; unos a picar la piedra (la isla funcionaba también como cantera), otros para el batallón, las mujeres y los niños para la servidumbre. Y en la práctica también era un depósito porque llegaban a la isla pedidos de altas autoridades de Buenos Aires solicitando una china y dos niños para servidumbre, por ejemplo. O un cacique renombrado también para servidumbre, lo que para la época era un artículo de lujo. Además se los empleaba en las estancias para mediar entre el hombre blanco y otros originarios. Cada uno de estos pedidos era “satisfecho” en el mes y se dejaba constancia de la “entrega” en un documento que fijaba la fecha y detalle de la “mercadería”.
 
Hacía 1850 y hasta 1870 en la isla Martín García se alojaba a los detenidos de las montoneras, configurándose como un lugar de detención por razones políticas. Ya en 1874 comienzan a enviar contingentes de indígenas. Alexis señala que “uno de los iniciadores de los traslados fue el militar Nicolás Levalle que llevó a la isla Martín García 144 indios ranqueles de Catriel que habitaban la zona de Azul”.
Unos años antes, entre 1871 y 1872 el Comodoro Luis Py fue jefe de la isla.
Balas y grilletes
Los investigadores dan cuenta de documentos generados en la isla que nos hablan del día a día; los militares se quejan ante poder central por la falta de municiones porque los indígenas durante el entrenamiento no sabían tirar y desperdiciaban las balas. Se solicitaban también grilletes para los indígenas rebeldes. El médico de la isla exigía protección porque los originarios no querían ser vacunados y argumentaba que lo atacaban. Los indígenas se resistían a que les cortaran el pelo a sus hijos, y las mujeres se negaban a ser revisadas.
Para Alexis éstas eran pequeñas resistencias a un sistema que funcionaba para “normalizarlos”, en el sentido que le otorga el filósofo francés Michel Foucault. Y explica: “En la isla Martín García intervienen las fuerzas armadas, la iglesia, las ideas higienistas, el trabajo y las sociedades de beneficencia. Un microcosmos, un fragmento que representa el devenir de los indígenas. Porque son cristianizados, utilizados como mano de obra más que barata o subalterna, y se los despoja de su identidad. Y ni siquiera se los busca incorporar al concepto ciudadano argentino”.
Hacia 1879, la isla comienza a dejar en un segundo plano a los indígenas, para convertirse en lazareto para los inmigrantes. Esto ocurre porque se va disolviendo la idea de “problema con el indio”, a la vez que existe la sensación de objetivo cumplido.
Y ese objeto cumplido configura la idea de genocidio.
Alexis Papazian lo explica tomando la definición que estableció la Organización de las Naciones Unidas en 1948 sobre este crimen masivo. “Se buscó destruir a una etnia como tal, mediante la matanza de miembros del grupo, sometiéndola a condiciones de existencia que acarrearon su destrucción física, se trasladó por la fuerza a niños del grupo a otro grupo. Y todas esas condiciones se cumplieron”.

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