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Trabajadores de otra clase

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Una hipótesis Sin Patrón. Hace una década comenzamos a acompañar el proceso de recuperación de empresas quebradas por las políticas neoliberales impulsadas desde el Estado y el mercado. En 2003 escribimos esta hipótesis sobre qué representan: el nacimiento de un cambio de paradigma en los modos de producción, pero también el de una nueva identidad, la del trabajador autogestionado. Hoy, en el contexto de la crisis financiera global y bajo la perspectiva de la coyuntura local, su lectura se ha resignificado. ¿Cuáles son las lecciones y las claves de esta forma de ser y hacer que permiten poner en marcha proyectos que democratizan los lazos sociales? ¿Por qué esta forma comunitaria de gestión sigue siendo ignorada por universidades públicas? ¿Qué nuevas obligaciones surgen a partir de organizar lo común sin moldes ni patrones?

Trabajadores de otra claseEn épocas favorables para los simuladores, la información encuentra terreno fértil para disfrazar de opinión, intereses. El tráfico de noticias se atora con el piquete de los lobbies y lo que se deja de ver sigue el aritmético ritmo de la exclusión: hay más afuera que adentro de la agenda mediática. Y lo poco que hay queda desfigurado.
Así nos pintan estos tiempos: perversos y crueles.
Y así funcionan los medios comerciales para que los aceptemos: como una píldora para generar impotencia.
Vemos todo lo que está mal.
Y, cegados por el horror, no quedan ni la energía ni la paciencia necesarias para la confianza.
Ésta es la historia de un cambio.
De cómo producir un cambio es transformar un paradigma. Un proceso cuya intensidad no depende de la cantidad, sino de la constancia. De la gota sobre la gota.
Pero como todo pecado no deja una lección sino una penitencia, eludimos los pronósticos: el límite de toda predicción es lo que las personas somos capaces de hacer.
No es el azar sino el coraje lo que torna el futuro impredecible.
De eso se trata esta historia y este cambio.
Lo nuevo
Si partimos de entender al capitalismo no como un sistema que produce y distribuye bienes de tal o cual manera, sino como un productor y distribuidor de identidades, cada cambio, entonces, estará marcado por una transformación en los paradigmas que modifican las perspectivas de esas identidades. Pero ¿cómo detectarlos?
Adam Smith identificó uno: la riqueza de una nación depende exclusivamente de la destreza del trabajo y la proporción entre el número de trabajadores útiles e inútiles.
Marx señaló el definitorio: la propiedad de los medios de producción.
Para cualquiera de ellos, los modos de producción de una sociedad constituyeron el principio axial de sus teorías.
Hoy son relatos históricos que nos permiten reconstruir los cimientos del capitalismo industrial. Sin embargo, los cambios que registraron no fueron evidentes hasta que lo fueron. Es decir, de los viejos maestros lo primero que podemos aprender es que no hay ninguna seguridad de que las nuevas ideas, valores o procesos sean genuinamente decisivos en la historia social.
Hasta que lo son.
Lo viejo
La división clásica de la economía determinaba hasta hace relativamente poco tiempo la existencia de tres sectores: primario (agricultura y ganadería), secundario (industrias) y terciario (servicios). Lo cual originaba, de acuerdo al grado de desarrollo de cada uno, una correspondiente pirámide social, con sus diferentes clases e identidades. El conjunto formaba un mismo cuerpo económico y una misma organización social: el Estado-nación.
El capitalismo global rompió estos moldes, y con ellos las implicancias políticas y culturales que de esta estructura derivaban.
Clavó la estaca en el pecho de las burguesías locales, descuartizó la división de tareas desparramando los pedazos a lo ancho y largo del mapa y con ello asesinó todos los sistemas teóricos de sostén y oposición al capitalismo industrial.
Hacia fines del siglo XX la escena se complicó, como en esos video games en los que los diferentes niveles de juego imponen dificultades cada vez mayores. Para los sistemas teóricos que analizaron el capitalismo industrial, el trabajo determinaba la clase social de pertenencia, pero también la potencia de cambio y el calibre de los conflictos, entre otras cosas. La globalización destruyó la interacción de estas fuerzas hasta reducirlas a lo que esencialmente eran: meras relaciones de explotación. El poder no es ya un lugar, sino una capacidad. Zygmunt Bauman la define así:
“Es el lápiz que separa lo legítimo de lo ilegítimo. El derecho a trazar el límite entre la coerción legítima (admisible) y la ilegítima (inadmisible) es el primer objetivo de toda lucha por el poder.”
La clase
En primer lugar –y sólo para priorizar lo que nos interesa para esta historia– el trabajo asalariado se convirtió en trabajo flexibilizado o basura, creando así una nueva categoría social. Una no clase. No hay derechos ni posibilidad de conquistarlos cuando de lo que se trata, día a día, es de garantizar la mera subsistencia.
La fotografía de la extinción del tradicional proletariado industrial la escribió, palabra por palabra, Pierre Bourdieu junto a un equipo de sociólogos. La llamó La miseria del mundo y en su afán por registrar la “profunda desintegración del orden industrial y, por consiguiente, del orden social” entrevistó a quienes estaban a punto de convertirse en piezas del museo social. Es el relato de “toda la distancia que separa al proletario –aun venido a menos o en decadencia, con ingresos reducidos pero regulares, sus cuentas en regla, su futuro pese a todo relativamente asegurado– del obrero al que la caída en la desocupación, sin protecciones ni garantías, remite a la condición de subproletariado, desamparado, desorganizado, obsesionado por la preocupación de vivir, mal que bien, al día, entre los alquileres impagos y las deudas impagables”.
El desempleo –es decir, el no trabajo– se convirtió así en una nueva categoría social, pero también en una alternativa.
El territorio de la exclusión del mercado laboral y, con ello, de las identidades de clase, es tan ancho, profundo y vasto que se transforma así en otro mundo.
Un universo paralelo que necesita crear, con nada, todo lo que le es negado.
Miseria planificada
El capitalismo industrial no murió de muerte natural. Mucho menos en América Latina.
En primer lugar, porque, como nos lo recuerda Raúl Zibechi, “fue la rebelión obrera y de los sectores populares del Tercer Mundo, la que derribó todo el entramado construido luego de la crisis de 1929”.
En segundo lugar, porque estas rebeliones sembraron oleadas de conquistas y pérdidas de derechos absolutas. Sin medias tintas, Argentina pasó de ser un país con una legislación laboral modelo a un modelo de precarización laboral y desocupación sin precedentes.
El punto de inflexión entre uno y otro fue la dictadura militar.
Fue el escritor Rodolfo Walsh el primero en denunciarlo en la carta que escribió días antes de ser secuestrado y desaparecido por militares argentinos. En esa carta denunció torturas, secuestros y muertes, al cumplirse el primer año del golpe, pero también que “en la política económica de ese gobierno debe buscarse no sólo la explicación de sus crímenes sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada”.
La dictadura militar cayó tras la borrachera de la guerra de las Malvinas y la democracia nació débil. El gobierno de Raúl Alfonsín (1983-1989) fue una mezcla dubitativa de víctima y cómplice de esa economía reconcentrada en pocas manos. No concluyó su mandato. Llegó entonces Carlos Menem para culminar el trabajo sucio. Aquel plan que Walsh denunciaba en su carta, Menem lo llevó a cabo entre 1989 y 1999 corregido, aumentado, y en democracia: Argentina había entrado en la era del pensamiento único. Ya no hacía falta el terrorismo de Estado para aplicarlo. La estrategia de la represión cambió por la del desempleo y la exclusión social: la desaparición económica de las personas. En treinta años, la ocupación industrial declinó cerca de un 50 por ciento, lo cual representó, entre otras cosas, la pérdida de más de 600.000 puestos de trabajo. Para fines de 2000, según un trabajo realizado por el Ministerio de Economía, entre los diez mayores empleadores del país había cuatro supermercados, una cadena de comida basura y una empresa de seguridad privada. Es decir, empleos de baja calidad y poca estabilidad. El sector industrial, a excepción de los casos del ingenio Ledesma y la alimenticia Arcor, no figuraba en el grupo de las primeras treinta empresas generadoras de empleo. Un ejemplo: McDonald’s contrataba el doble de empleados que la petrolera Repsol-YPF.
Así, la clase media comenzó a caer masivamente bajo la línea de pobreza.
Y los pobres, bajo la línea de indigencia.
Luego llegó Fernando de la Rúa para caricaturizar lo peor de Alfonsín y lo peor de Menem. Terminó decretando el estado de sitio y escuchó el trueno de cacerolas.
En síntesis: Argentina tenía en 1974 una distribución de la riqueza similar a la de muchos países desarrollados. La diferencia entre el escalón más pobre y el más alto era de 12 veces. Las cifras de 2003 indican que la distancia entre el sector más rico y el más pobre es ahora cincuenta veces mayor. Esto representa, según la explicación del especialista Artemio López, que “el grueso de la población transfirió a la cima el equivalente anual a 15 mil millones de dólares”.
El gurú
Con el grito de “que se vayan todos” como música de fondo y la escenografía de un país reducido a escombros institucionales, podemos comenzar a ponerle nombres a esta historia.
Escuchemos el primero: Juan Navarro.
En la década del 90 fue señalado como paradigma del éxito. Los medios comerciales lo consagraron empresario del año en 1997, usando tres adjetivos: exitoso, ambicioso y audaz. También se lo llamaba gurú, talento financiero y ejecutivo brillante. Se decía que estaba creando una nueva cultura empresaria. Su imperio: el Exxel Group, un fondo de inversión que manejó el destino de 73 empresas y 40.000 empleados.
“Sin fortuna propia ni heredada, se puede decir que construyó con la velocidad de un rayo el tercer grupo económico privado más poderoso de la Argentina, con ventas por 3.800 millones de dólares, a fines del 99”, sintetizan los periodistas Silvia Naishtat y Pablo Maas en El cazador, la biografía que escribieron sobre Navarro.
La fábula cuenta que el 17 de marzo de 1992 Juan Navarro convenció a la banca Oppenheimer & Co de que lo ayudara a construir un fondo de inversión. A los pocos meses le enviaron 47 millones. Gastó 22 en la compra de las empresas Ciabasa, Poett (en la provincia de San Juan) y la división de aerosoles de la estatal petrolífera YPF. En menos de sesenta días, vendió esas empresas a la multinacional Clorox por 95 millones.
Para su segundo fondo recaudó 155 millones. Compró empresas de medicina prepaga y compañías eléctricas del interior. Para los fondos subsiguientes, prescindió de Oppenheimer. Desde entonces, ya nunca estuvo claro de dónde provenía el dinero. “Cuando la Comisión Antilavado preguntó a los fondos norteamericanos que Navarro había presentado como sus inversores si efectivamente eran socios de Exxel, la mayoría lo desmintió u optó por el silencio” aseguró la entonces diputada Graciela Ocaña, integrante de esa comisión legislativa.
Un dato para tener en cuenta: del equipo de dirección del Exxel Group participó el ex embajador norteamericano en Argentina, Terence Todman.
Pregunta:
¿Cómo compraba el Exxel tantas empresas?
Respuesta:
Por el sistema de apalancamiento.
Explicación:
“Las empresas tomaban créditos excesivos, aprovechando las bajas tasas de Estados Unidos. Eran créditos puentes para pagar su propia compra. Una vez en el poder de la empresa, la compañía lanzaba bonos garantizados con los bienes de la firma. Con la venta de los bonos, cancelaba los créditos”.
¿Qué significaba esto?
Que Navarro obtenía un giro o adelanto bancario millonario para comprar las empresas. Apenas adquiridas, ese adelanto se convertía en un crédito que las empresas compradas eran forzadas a adquirir, ofreciendo sus activos como garantía. De esta manera, empresas sanas comenzaban una nueva administración con una flamante deuda millonaria. E impagable.
Así se describió la operatoria del Exxel Group en el informe parlamentario de la Comisión Investigadora de Lavado de Dinero:
“Cuando el Exxel se dispone a comprar una empresa, se asegura dos cosas: conseguir inversionistas del exterior que aporten capital y que algún banco le adelante una parte del precio de compra, en forma de crédito a corto plazo. Una vez con la compañía en su poder, el Exxel emite bonos a nombre de la empresa por una cantidad sustancial (la super endeuda) e hipoteca todos sus bienes como garantía del pago del bono. En síntesis, compran una empresa –en gran parte– con el propio dinero de ella”.
La gran duda
Cuentan que Navarro detestaba el manejo empresarial familiar, casi artesanal, de las empresas que compró. Por eso, su primera medida era desarticular el organigrama. Sentaba arriba de la pirámide a jóvenes y agresivos ejecutivos, que en ningún caso –decía– debían durar más de tres años en el puesto. Por eso les pagaba más.
La Comisión Investigadora en su informe trata de responder la pregunta del millón:
“Mucha gente se pregunta de dónde viene el dinero del Exxel. Sobre el origen de los fondos se han tejido las más diversas especulaciones: desde que es el continuador del imperio económico de Yabrán hasta que maneja dinero del ex presidente Carlos Menem. En esta investigación no se pudo comprobar ninguna de estas conjeturas. Pero una cosa es segura: al menos una parte sale del bolsillo de los contribuyentes (…) Las empresas que son adquiridas por los fondos, que luego las endeudan e hipotecan sus bienes, dejan de pagar el impuesto a las ganancias gracias a que las leyes impositivas permiten deducir los pagos de intereses. El costo fiscal de estas deducciones, es decir, la pérdida de ingresos al Tesoro Nacional por la menor recaudación es soportado, de este modo, por el total de los contribuyentes, que no gozan de una ventaja similar”.
Así, con la complicidad del Estado y los bancos, en el año 2000 el Exxel Group acumuló activos por 4.500 millones de dólares. Dos años después, el valor de su canasta de empresas apenas alcanzaba los 300 millones. El “empresario del año” las había, literalmente, vaciado.
Helados
De todas las empresas que compró el Exxel Group, la que nos interesa en esta historia es la más pequeña: la heladería Freddo.
Fundada por un inmigrante italiano, Freddo acumulaba una historia de cincuenta años liderando el mercado ofreciendo productos de calidad a través de seis sucursales. Sus cinco socios recibieron del Exxel Group una oferta imposible de rechazar: 82 millones de dólares.
La primera medida de la administración Navarro fue remodelar todos los locales.
La segunda, bajar la calidad de sus materias primas.
La tercera, subir los precios.
No hubo cuarta: ya estaba quebrada.
Así fue como en la primavera de 2001 la heladería pasó a formar parte de los activos del Banco Galicia, como forma de capitalizar los 30 millones de dólares que había acumulado en deudas. El banco convocó al antiguo propietario, Juan José Guarracino, para que la rescatara e inauguró con esta fórmula una modalidad que se repitió luego en varias empresas quebradas y apropiadas por los bancos. Los buitres financieros la llamaron el “modelo Freddo.”
Ocupar
El veloz rayo de Navarro arrastró, en su efecto dominó, a una de las proveedoras de materias primas de las heladerías Freddo. Los ajustes de costos de la nueva administración dejaron a la firma Ghelco, del barrio de Barracas, sin uno de sus clientes. Tiempo después, acosada por la recesión y la especulación financiera, terminó en la quiebra.
Para los 40 obreros de Ghelco la maniobra significó primero un racionamiento de salarios; luego, meses sin cobrar un peso y por último, el cierre definitivo, que los dejó en la calle y sin posibilidad de reclamo: la Ley de Quiebras había sido modificada en tiempos de Carlos Menem y los trabajadores ya no eran considerados los acreedores privilegiados.
Primero estaban los bancos.
Por entonces, en la calle la desocupación se cotizaba a un 22 por ciento.
Y todos allí sabían qué les esperaba: tenían un promedio de 40 años, eran obreros especializados, con familias, deudas y necesidades impostergables.
No tenían ningún lugar a dónde ir y con esa convicción, se quedaron.
Una carpa verde, de camping, los albergó durante meses en la puerta de la fábrica cerrada. Dos patrulleros y una docena de uniformados los custodiaron.
Fue un policía, precisamente, quien les comentó que unos meses antes habían tenido que desalojar a palos a los obreros de una fábrica cercana. “Pero volvieron”, les dijo. “Formaron una cooperativa y entraron”.
Los obreros de Ghelco fueron ese mismo día a conocer a los otros obreros –de Lavalán–, quienes, a su vez, los llevaron a conocer a un abogado que ahí mismo les copió los 84 artículos del estatuto de una cooperativa de trabajo: Vieytes, la llamaron.
La historia termina así:
La fábrica fue expropiada.
Los obreros, organizados en la Cooperativa de Trabajo Vieytes, se hicieron cargo de la reapertura.
De Navarro ya nadie habla.
Producir
Hoy, los obreros de la ex Ghelco ganan el doble de salario. “El día que entramos no teníamos ni para pagar una bolsa de azúcar. Los muchachos de otra cooperativa –Unión y Fuerza– nos prestaron para comprar la materia prima y pagar la luz y así empezamos. Con el primer cobro, lo primero que hicimos fue devolverles la plata. No teníamos ni para comer, pero las deudas están primero y estábamos orgullosos de poder pagarlas”.
Aquí es donde otra historia comienza.
Si uno ingresa ahora a la cooperativa Ghelco, en la sala de máquinas puede ver el siguiente escenario:
En rueda, alineadas contra la pared, están las mezcladoras y moledoras funcionando a pleno.
En el centro, acomodados en tres filas, hay 40 pupitres escolares.
“Son para las asambleas. Nos decían que no podíamos resolver todo por asamblea porque si no parábamos el trabajo. Entonces a uno se le ocurrió que lo mejor era reunirnos en la sala de máquinas, para que los que estuvieran de turno trabajaran, opinaran y votaran”.
Los obreros muestran orgullosos su obra: máquinas y democracia directa. Sonríen, se los ve relajados, seguros, conformes, plenos.
Ése es el cambio.
El costo patronal
La viabilidad económica de las cooperativas de trabajo es una cuestión a analizar caso por caso. En principio, depende de la situación de la que parten. Para muchas, se limitó al trabajo à façon, una modalidad que consiste en que el cliente adelante el capital necesario para que la cooperativa adquiera la materia prima para elaborar el pedido. Es la propuesta que inventaron para vencer las limitaciones que les imponen la falta de crédito y de financiación.
Así lograron poner a producir estas empresas, con el propio esfuerzo, incluso en el difícil contexto de falta de capacitación en áreas administrativas o comerciales, desconfianza de los antiguos clientes y hostigamiento policial-judicial. Con el tiempo, hay empresas que han logrado exportar o liderar el mercado.
En cualquier caso, a partir de la experiencia de la gestión obrera, los trabajadores han podido identificar las verdaderas causas de las quiebras de sus empresas. Y llegaron a una conclusión: lo que las funde es el costo patronal.
Costo patronal no sólo refiere a la gran tajada que se llevan los patrones, sino también a toda la serie de gastos que debe amortizar la producción: los altos sueldos y prebendas gerenciales, las comisiones, los viáticos, viajes, choferes y el pago a consultoras para realizar ajustes que, inevitablemente, concluyen que el costo laboral es el responsable del déficit.
Este nuevo concepto acuñado por los trabajadores –y que describe una realidad de la que la ciencia económica tiene pocas noticias— coloca la responsabilidad en el otro extremo. La idea de costo patronal deja al descubierto esas erogaciones que se hacen innecesarias bajo control obrero, ubicando la culpa de la quiebra claramente en la gestión empresaria. Lo curioso es que hoy en día varias de estas fábricas están siendo analizadas por expertos en management, con el interés de reformular los conceptos de gestión que la década del 90 impuso como manual incuestionable.
Resistir
Toda empresa autogestionada sabe que su subsistencia depende de la legitimidad y los lazos sociales que sepa construir. Su defensa está basada en la convicción de sus trabajadores, pero también en el apoyo que logren cosechar entre vecinos, asambleas barriales, organismos de derechos humanos y partidos políticos, en ese orden. Incluso, una vez recuperadas y debido a su constante precariedad legal, algunas fábricas recogieron la experiencia de la pionera IMPA para instalar en los espacios vacíos un centro cultural destinado a la comunidad. IMPA lo hizo como forma de autodefensa: ante la amenaza de un desalojo violento, abrió sus puertas para actividades tales como teatro, video, cursos, apoyo escolar y charlas, la mayoría gratuitas y llevadas adelante por estudiantes universitarios o integrantes de asambleas barriales. Garantizaron así que en los horarios considerados más vulnerables –las noches y los fines de semana– hubiese gente adentro de la fábrica. Son los creadores, también, de una exitosa forma de recuperar la educación: los bachilleratos populares.
Autogestionar
El lápiz ha tachado, así, cuestiones que el poder consagra como verdades inapelables:
1) La supremacía de la propiedad privada, a cualquier costo.
2) El Estado como único escenario posible donde dirimir los conflictos sociales.
3) La necesidad de contar con una clase gerencial para organizar la producción.
La comprobación de que ninguna de estas proposiciones es inevitable está presente cada vez que los obreros relatan su experiencia. En la fábrica Grissinopoli, por caso, uno de los obreros recuerda que lo que más le costó no fue resistir en la calle, ni soportar el hambre, ni desafiar a la policía, ni discutir con el juez ni conmover a los ediles. Lo que más le costó fue convencer a sus compañeros de que ellos estaban perfectamente capacitados para poner la fábrica a producir.
Ser sus propios patrones les devolvió otra imagen de sí mismos.
Supieron, entonces, que nunca más volverían a ser los mismos.
Que no les había cambiado la vida, sino el destino.
El desafío
Para las débiles instituciones de la democracia argentina, estas fábricas representan un dilema político y social para el que no tienen respuesta. Las que dieron han sido provisorias y arrancadas por la tenacidad de las luchas, la validez de los reclamos, la flagrante ilegalidad de las situaciones que las originaron y la orfandad de medidas para la creación genuina de empleo. No fueron, entonces, ni los funcionarios ni los jueces ni los expertos ni los académicos quienes les enseñaron a estos trabajadores a plantear con claridad sus reclamos ni a presentar las soluciones para calmarlos. Fue la propia experiencia acumulada la que les fue dictando las salidas.
Sin embargo, se podría decir que el destino de los obreros de las casi 200 fábricas recuperadas en Argentina ya fue escrito:
“La división de la sociedad en una reducida clase fabulosamente rica y una enorme clase que no posee nada hace que esta sociedad se asfixie en su propia abundancia. Cada día que pasa, este estado de las cosas va haciéndose más absurdo y más innecesario. Debe eliminarse y puede eliminarse”.
Así habló Federico Engels el 30 de abril de 1891.
Ciento trece años después, los obreros de Zanon, en el sur de Argentina, eliminaron algo.
Bautizaron su creación con un nombre de ensueño: Fábrica Sin Patrón.
De ellos y de otros como ellos es esta historia y este cambio.
A estos obreros les debemos, entre otras cosas, la forma de organizar la producción que tenemos los que editamos esta revista, pero sobre todo, los interrogantes sobre nuestra identidad (¿somos trabajadores de prensa, periodistas, comunicadores?), y las dudas sobre cómo crecer. Y hasta si es necesario hacerlo.
Les debemos, finalmente, leer la siguiente frase:
“Más allá de nuestras diversas creencias, a menudo tan distintas, y a veces encarnizadamente enfrentadas, todos deseamos vivir con dignidad y sin miedo, que no nos humillen y que se nos permita buscar la felicidad. Esto constituye un terreno común lo suficientemente firme y amplio sobre el cual comenzar a construir la solidaridad de acción.”
Y comprenderla.
Con energía, paciencia y confianza.

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