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Mu66

Chamamé dominguero

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Viento es un amigo de muchas décadas. No importa su nombre, si acaso tuviera otro. Vagabundea el mundo como poeta, electricista, sonidista, musiquero del alma ajena. Camina con el fantasma de Baudelaire, sonríe poco y siempre parece indiferente al naufragio.
Jamás esconde la mano cuando la nave indefectiblemente se hunde.
Además es fotógrafo.
Fue un sábado que me dijo: “Venite mañana, acompañame. Vale la pena”.
Y voy.
El Camino Negro es el brazo bastardo de la General Paz. Un brazo con la prótesis profana del Puente La Noria. Recorre parte de la médula Sur del Conurbano y lo arropan, a cada margen, multitudes de casitas de los humillados del mundo, de los tenaces que no se dejan morir aunque la muerte aceche a cada paso.
Los autos de los bendecidos por el Sistema aceleran sus miedos y sus motores.
En un rincón, a pocos metros del monstruo vial, en un barrio desprolijo, de manzanas irregulares, de calles en mosaico de tierra y asfalto, con zanjas y veredas desafiantes e inhóspitas, se alza un centro social que los domingos se transforma en salón de baile.
Un enorme galpón con un cartelón que anuncia: Centro de Panaderos de Algún Lado.
Puro chamamé.
Desde las 11 de la mañana hasta las 22. Tal cual.
Una señora amable nos saluda cuando entramos, sin pagar. Ni patovicas elefantiásicos ni bonaerenses heroicos ni barras bravas humanitarios. Sólo la señora que no parecía ninguna tortuga ninja de incógnito. Empecé a confundirme respecto de mis empobrecidas ideas acerca de la seguridad.
¿Nadie que me cuide?
Hora del miedo.
Adentro del salón una gran cantidad de mesas con sus sillas, alrededor de una inmensa pista. Todo iluminado como un quirófano, nada de bolas ochentosas o láser Pink Floyd.
Meta tubo y lamparita bajo consumo.
La gente, a medida que va llegando, se sienta en las mesas. En general, son grupos familiares, sin nenes ni adolescentes, empilchados a lo Martín Fierro for export.
Caballeros de bombacha, rastra con monedas, sombrero de ala corta o boina, pañuelo al cuello, botas…, ¡espuelas! (no había un caballo en 37 cuadras a la redonda) y… ¡facón!. De mango y vaina repujado en plata o similar, un estilo agauchado algo concheto.
Muchos así, la inmensa mayoría.
Entendí que mis días habrían concluido en cuanto se armara la podrida.
Las damas de vestido floreado, largo, con trenzas o pelo atado.
Todos recién bañaditos y coquetos.
Los camareros acercan las comidas a pedido. Porque morfar, se morfa de todo: asado, milanesas, pastas. También vino y cerveza, fuel oil. Algunos llevan equipo de mate y si no, la casa lo facilita.
Avanzada la tarde, aparecen los pastelitos y las empanadas.
Viento saca fotos, regatea precios y logra que mil dentaduras saluden al flash de la cámara. Yo, quietito en un rincón, con mi vaso de Coca. Quiero estar lúcido en la huida, cuando se arme la cuchillada.
El ambiente es absolutamente calmo, de conversaciones, algún saludo estentóreo de mesa a mesa y meta bailar nomás.
Yo mantengo mi cobardía firme y gallarda.
Casi todo el tiempo hay grupos chamameceros en vivo, de orígenes, estilos y números de integrantes variados. Un presentador muy sobrio y, entre grupo y grupo, un DJ que manda más chamamé, aunque de estilo soft. Porque también hay chamamé heavy: ahí el paisanaje se manda con un inexplicable frenesí, aparece una suerte de zapateo y se levanta una polvareda que rememora el último malón de Carmen de Patagones.
Los consabidos y clásicos mamados comienzan a emerger. Sin embargo, quedan amurados contra la generosidad de una pared o el tibio abrazo de una silla.
El Que Nunca Falta empieza con alaridos tipo sapucay, descolgados del Universo, y comentarios suspicaces sobre la belleza de las trenzas que se le cruzan en el camino.
Me preparo para el Día Después de Mañana.
Tres tipos veteranos, empilchados como Los Chalchaleros, se le acercan, le hablan sin aspaviento, mientras el mamado asiente con la cabeza como perrito de luneta de auto. Después, lo acompañan a la salida, mansamente, casi en una procesión.
Andá a hacerte el guapo en un lugar en el que todos andan calzados con facón. Al que se hace el loco, lo dejan como picada para el vermouth del domingo.
Los bailarines y asistentes no son los del fondo del pozo social, pero hay una incierta marca de humildad en esos rostros achinados, y algún agringado venido a menos. Porque en la Patria Grande hay rubios pobres.
Música incesante. Poco floreo amoroso, arrime a las mesas para invitar a bailar, poco desplante, las manos quietas y algún beso furtivo. Viento me marca que los que resuelven el asunto, encaran derecho para la puerta.
Converso al pasar con un mozo y sencillamente me dice: “Acá la gente viene a divertirse mi amigo, nada más que eso. Y nada menos”.
Dejo mis prejuicios y mi susto en la puerta de salida, mientras saludo a la señora tortuga-ninja.
El cachivachesco colectivo me aleja de los mundos que los dioses han olvidado y dejado sin refugio.
Mejor vivir a la intemperie.

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Para abrir la cabeza

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