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De Quito a Lima

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Crónicas del más acá

Quito se desparrama a lo largo de un valle tan angosto como una certeza. Se desparrama como puede, se trepa con ansiedad y se aprieta como si necesitara darse calor. Las nubes descansan sobre el lomo de la ciudad a casi 3.000 metros de altura. Juegan un incansable coqueteo de lluvias, nieblas y sol, como si amaran a la ciudad desesperanzadamente. Un amor esquivo y descomprometido.

En Quito hay sólo dos estaciones al año y no parecen estar muy claras las diferencias. Los quiteños son absolutamente clásicos: hablan mal de los de Guayaquil. Meseta vs costa. Caminar una hora por la ciudad significa una experiencia climatológica de lluvia, sol, frío, calor y una catarata de puteadas, hasta que uno se decide a participar del juego amoroso y esquivo de nubes y ciudad.

Y todo cambia.

Lima es enorme, gigantesca. Tiene un barrio paquetísimo que se llama Miraflores, un lujoso container de garcas que se asoma al colosal Pacífico sobre una barranca verde y florida, con paseos, plazas y arboleda. Garcas, pero no estúpidos, los moradores hacen gala de buen gusto en su locación aunque… también tienen (no podía faltar) un horrible mall o shopping asomando sobre la costa, a una altura que lo preserva de cualquier tsunami. Habrá que pensar en un misil como solución, si el océano no puede hacerse cargo.

La catedral de Lima es más arrogante que bella. Impresiona, pero no deslumbra. Dicen que es la segunda en América por su tamaño, sólo superada por la catedral del distrito federal de México.

Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos.

En la catedral limeña están los restos de Francisco Pizarro. Están en el lugar que corresponde a Pizarro: la casa de sus formidables aliados. La tumba es más aparatosa que lujosa, con algunos raídos destellos de boato. Unos leones oscuros coronan el féretro y una venecita gastada y trabajosa sirve de piso.

Sin embargo, estremece.

Un hombre temible entre una caterva de hombres temibles. Analfabeto, bestial, astuto y sanguinario hasta la náusea.

En otra punta de la iglesia están los restos del mariscal Sucre, héroe de la Independencia. ¿Qué hacen Pizarro y Sucre allí, juntos?

La Santa Madre Iglesia tiene los brazos demasiado amplios.

Quito ambiciona y desarrolla modernidad y la combina con un centro histórico colonial bonito y muy extenso. Si uno pregunta acerca de la seguridad (léase afanos), le dicen que se puede andar tranquilo. En cierto sentido, es plenamente cierto: el centro colonial parece una ciudad sitiada: policías uniformados de todos los colores que uno se pueda imaginar habitan cada cuadra, cada esquina, cada edificio. Amables, lustrados y planchados, armados, sonrientes y atentos. Mientras responden cualquier pregunta ocasional, no dejan de mirar alrededor.

¿Es segura porque está inundada de milicos? Mamita.

En Lima, en La Habana, en Quito, confluye una raza misteriosa, invencible, que hubiese dejado a Pizarro y a Sucre temblando de terror: los taxistas. Veloces como la desgracia, sonrientes como Medusa, amables como Caronte en la laguna Estigia. Un descuido, y cocodrilo que se duerme, es cartera. Precios oscilantes e imprecisos, aproximaciones interminables que convierten un viaje de 10 cuadras en un safari a Sudán, recules veloces si te parás de manos a discutir tarifas, constituyen una secta que, cualquier parecido con el Río de la Plata, definitivamente, no es casualidad.

¿Masonería tacheril?

Quito no es una ciudad para asmáticos, fumadores, rengos y fiacas. Muchas calles son verticales. De una verticalidad que desafía a la gravedad.

De yapa, Quito está rodeada de volcanes (Pullulhaua –activo-, Pichincha –activo-, un poco más lejos Quilotoa –activo- y el precioso Cotopaxi -activo-, entre otros) y se encuentra en lo que se conoce como la Avenida de los Volcanes.

Un encanto. Si no te morís caminando, una erupción se encarga.

Por supuesto, todo el mundo vive como si estuviese en la pampa más plácida del mundo. Tuve la pésima idea de preguntar si la ciudad estaba pensada para semejante entorno. La balbuceante respuesta me dejó pensando acerca de mi sentido de la oportunidad para preguntar pelotudeces…

Lima tiene un Parque del Agua, muy apreciado por los limeños. Se ubica enfrente de la mole del Estadio Nacional de Fútbol. Aguas en las que se puede caminar por un túnel de color rojo formado por chorros de agua que apenas te salpican; otra fuente permite jugar a una especie de rayuela para evitar mojarse donde todos gritan y saltan; una enorme te ofrece disfrutar proyecciones y músicas en las que el agua toma formas diferentes y danza, o sencillamente ver formas multicolores que cambian delicadamente, sin estrépito, como una caricia matutina. Nada extraordinario, pero convocante. Jugamos como chicos, pero de tamaño XL. ¿Por qué será que lo hacemos tan poco?

Un misterio de orden bio-citadino se me ha presentado en los últimos años. Lo había observado con cierto asombro y consistente repugnancia en la Santa María de los Buenos Aires y lo ratifiqué en otras tierras de la Patria Grande: señores que mean en la vía pública, sin pudor ni timidez ante ocasionales observadores. Lo hacen contra las paredes de edificios diversos, tanto públicos (meadero preferencial de alguna potencia simbólica) como privados. Nada de buscar un arbolito para dejar que la Madre Naturaleza procese el asunto. O una alcantarilla oportuna y discreta. O un viejo portón derruido a salvo de la mirada suspicaz de señoras mayores y padres de familia. Nada de eso. Se pela donde se está y a evacuar.

Armas químicas aromáticas latinoamericanas. Que se venga Obama.

Se discute mucho (bueno, no tanto…) acerca del Universo. Que es un caos o un despelote, según la sofisticación del argumentador de turno. Que hay divinidades, solas o en patota que diseñaron el asunto, al modo de arquitectos bipolares. Recorrer un invernadero de orquídeas en la capital de Ecuador hace dudar de todo. Misticismo o azar, Dios o Big Bang, Madre Naturaleza o la Madre que te parió, la perfección, variedad, colores de esas flores tan delicadas, la mayoría tan pequeñas como la cabeza de un fósforo, dejan sin aliento a cualquiera, incluidos funcionarios de la capital del Río de la Plata, tan afectos al cemento duro y gris.

Una experiencia tan conmovedora como ver las extraordinarias orquídeas es visitar La Capilla del Hombre, un museo-exposición de las pinturas de Oswaldo Guayasamín. Un ecuatoriano de pulso divino, de cuadros desgarradores en donde el dolor, la tragedia, la esperanza de América Latina anudan el alma con la exquisitez que sólo tienen los elegidos de la vida. Manos que se quiebran y se acarician, rostros de llanto y desesperación, gritos ahogados que aturden cualquier aurora. Si Uno buscara un lugar antes de que mundo se acabe, La Capilla del Hombre es un extraordinario albergue final.

Las palabras de Guayasamín coronan un salón central, iluminado a través de un fresco, inconcluso como la justicia: “Mantengan encendida una luz que siempre voy a volver”.

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