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Mu83

Rock del geriátrico

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Crónicas del más acá.

La voz de Julián desde el otro lado del teléfono me puso a cara descubierta contra la lluvia. En su invitación estaba el amor tenue y firme que invita a compartir. A pesar de los ríos sin puentes que suele ser la relación entre padre e hijo, ahí estaba el empuje curioso/arqueológico de quien sabe que no habrá muchas ocasiones de apreciar en directo dinosaurios musicales…vivos. “Hay que verlos antes de que se mueran”, pontificaba Julián, entusiasta y con humor salvaje, desquiciado, genético.

¿Cómo se envejece con dignidad?

¿Eso es posible?

Un miércoles o jueves (no me acuerdo) partimos del olvidado sur, con mi pequeña bestia de 26 trabajosos años: un triceratops al que llamo y siento amigo. Los tres en una combi desolada donde su chofer, ansioso de cazar algún pasajero perdido, incluía en sus vicios profesionales los mismos tics que sus primos colectiveros: ir a 20 km por hora cuando le conviene y pisar el acelerador cuando se le canta: desde Gerli hasta la avenida Corrientes corrió como un velociraptor drogado con éxtasis.

Corrientes, de 9 de Julio hasta el Bajo, ha perdido encanto, si alguna vez lo tuvo. Mugre intensa y extensa, veredas rotas, perfil impersonal, decididamente fea. Caminamos eludiendo cuerpos con destreza y sosteniendo charlas de diez segundos, interrumpidas por obstáculos interminables, humanos y no humanos.

La avenida sospechosamente desierta, invitaba a cruzarla a mitad de cuadra. Los gustos hay que dárselos en vida, así que trotamos, innecesariamente porque solo la recorrían bolsas de nylon.

Igual, nos sentimos unos transgresores de la madre que nos parió.

Esto es adrenalina.

Casi sobre Leandro Alem (¿O Paseo Colón? Nunca sé distinguirlas) la manada se había constituido y era numerosa. Las veredas se angostaron hasta el absurdo. Multitud de manteros vendían remeras horrorosas y vasos más horrorosos aún, a precios absurdos. No sé si era la plusvalía o la necesidad, pero la relación calidad/precio no cerraba.

Al fin el Luna Park.

En mi famélica trayectoria recitalera,  había venido sólo una vez, y me quedé afónico de putear a B.B. King, que en vez de tocar se dedicó todo el recital a predicar y dar consejos… en inglés. Pero fue hace mucho tiempo. En mi curriculum solo figuraba una vez de Fito en Vélez (creo que Fito entonces no desafinaba) llevando a los hijos de un amigo, y los Rolling Stones en River (Jurásico inferior) donde estaba tan lejos que aún hoy dudo si eran los Rolling o Trulalá.

En el Luna tocaba Deep Purple.

Entre los 4 suman más de 250 años.

¿Qué busca Uno cuando quiere reencontrarse con quienes constituyeron su pasado emotivo?

¿No debería soltar en vez de insistir?

¿No debería cuidarse, en vez de ponerse en peligro de injuriarse?

¿Estamos preparados para lo inevitable o lo negamos buscando lo que ya no puede ser?

Teníamos una platea respetable: al menos podía ver si eran ellos o no. Incluso si se moría alguno en el escenario me iba a dar cuenta. La temperatura en el Luna era fuego, pero el cuerpo se acostumbra a todo. Incluso a uno mismo.

A los 10 minutos, sin ya nada para transpirar, me aclimaté. El problema eran las bandas que se denominan teloneros: chicos jóvenes, que confunden poder con sonido espantosamente ecualizado, verdaderas lanzas en el cerebro y una desesperada búsqueda de la afinación y la armonía. Búsqueda infructuosa, por cierto. Supongo que por eso gritaban como el perro de mi vecino.

Julián me explicaba pacientemente que no siempre los teloneros llegan por sus méritos musicales, sino por otras cuestiones. El rubro “otras cuestiones” en este caso era de una claridad estremecedora.

Para mi sorpresa, el público (el Luna estaba lleno) era variado. Piberío más bien de 20 para arriba, muchos en el campo, varios que iban con los que evidentemente eran Padres o Tíos, todo en el marco de un entusiasmo moderado. En el ambiente cerrado y con el calor que hacía, los héroes cannábicos porreaban sin piedad. Las columnas de humo dulzón lo empapaban todo (además del sudor) e invitaban a hacer turismo  interior.

Por supuesto que, reja por medio, una voz acunó mi oído una vez que los estridentes teloneros se fueron…

-¡¡Hola profe!!

Una de mis estudiantes en la popular, fascinada con el hecho de que su Diplodocus Maestriti compartiera estadio.

Por todas partes circulaban veteranos de guerra. Eran muchos y se notaba que la guerra la habían perdido. Producidos con estilo de los años 60/70, más cerca del patetismo que de la nostalgia.

Por supuesto que cada uno se empilcha como quiere.

Pero admitámoslo: la veteranía nos expone más al ridículo.

La juventud tiene impunidad en eso, los veteranos debemos protegernos de nosotros mismos. ¿O estaré equivocado y será otro rasgo de que, implacablemente, he envejecido?

¿El recital? Impecable, sólido, digno.

Es cierto que el baterista parecía una mamuska por lo gordo que estaba. Y que el violero tenía un peinado tan cuidado que ni Mirta Legrand. Tecladista y cantante sobrios, con panzas al tono. El bajista conservaba algo de esa línea que alguna vez fue rupturista.

Podría haber salido mal. Muy mal. Pero los viejos rockers me regalaron alivio en el encuentro. Por sobre todo, más que show, hubo mucha y buena música. Incluso, en algunos instantes, la antigua conexión eléctrica-emotiva recorrió mis tripas.

El regreso fue rápido: al remontar Corrientes, un cartel posmoderno del Papa argentino, peronista, patológicamente sonriente, a cuyo pie, un condenado de la Tierra dormía entre la inmundicia, el alcohol y la ausencia de zapatos y de vida.

Cuando doblamos en 9 de Julio, mencioné irónicamente al Trust Joyero Relojero devenido en el payaso de Mac Donalds.

Julián se rió sin pudor de los curiosos efectos que me produce la exposición al humor dulce.

Lo juro.

Qué difícil.

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