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Una instalación, una historieta, un ensayo fotográfico y una banda de rock se transforman en herramientas de comunicación sobre las noticias que los medios comerciales ignoran: las consecuencias humanas del monocultivo transgénico. Bonus: la Mona Lisa con un chanchito en brazos.

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Repetir rápido y sin soplar… ¡ya!:

“Tres tristes tigres
tragaban trigo transgénico
en un trigal
tremendamente tóxico”.

De nuevo

Otra vez.

Va saliendo.

Ahora pasemos al crucigrama. Hay que escribir una palabra vertical de trece letras. Su definición dice:

“Forma de organizar la economía de un país dependiendo de los recursos naturales para poder exportarlos con muy bajo procesamiento o valor agregado. Es la forma de sacar y explotar todos los recursos naturales para poder venderlos en el exterior. Empieza con “EXTRA” y termina con “TIVISMO”.

¿A ver? ¿Quién se anima?

Cri cri.

¿Nadie se anima? ¿Sólo las asambleas autoconvocadas y los pueblos fumigados?

Los que levantaron la mano, respondan todos juntos.

“Extractivismo”.

Muy bien 10.

De historieta

Martín Crespi se gana la vida limpiando tapizados en su pequeño taller en Ramos Mejía, localidad de La Matanza, pero acaba de publicar tres libros que cuestionan de un modo filoso y tajante el modelo extractivo con un tono diametralmente opuesto al que conocemos. Uno de ellos es La fabulosa historia de la sojita traviesa, que contiene el trabalenguas y el crucigrama citado. Sus otras dos producciones (La sorprendente historia de los tronquitos y los arbolitos y La asombrosa historia de la mega-minería y las mini-regalías) son parte de la misma saga que Crespi publicó luego de un año y medio de trabajo bajo la editorial Pachamamita Libros, y que fueron exhibidos en el Encuentro de la Palabra en Tecnópolis y serán parte de la próxima edición de la Feria del Libro.

Su idea era una muestra plástica con temática socioambiental y que los tres libros fueran un anexo de la obra para que las niñas y los niños tuvieran material para entretenerse. “La idea es pensar todos los formatos posibles”, dice Crespi. Ok: ¿pero por qué el modelo extractivo y no Winnie Pooh? “Los agrotóxicos están pendientes y las problemáticas socioambientales afectan a todos. Además, no hay una muestra con temáticas socioambientales pensada desde la accesibilidad. En ese sentido, tenés más apertura para poder meter un mensaje”.

Crespi sabe trabajar desde la accesibilidad. Hace unos años construyó con resina la figura de El beso, del escultor francés Auguste Rodin. Sobre los dos maniquíes abrazados, escrito en braile, reposaba el poema Los amantes, de Julio Cortázar. Dentro de las figuras, instaló parlantes que recitaban al propio Cortázar leyendo su obra. Una belleza. Las personas se acercaban, tocaban la figura que vibraba, y leían el poema acariciando la escultura. ¿Qué formación tuvo Crespi para realizar esta muestra? Un curso los sábados en el IUNA. “Despúes leí cosas por Internet”, dice.

Luego de esa muestra y otra más que realizó sobre Ernesto Sábato, decidió profundizar su mensaje. Así nacen estos tres libros que, a pesar de lo que parece, no están destinados sólo a los más pequeños. “La idea era abordar la problemática del modelo extractivo desde un costado cultural y apuntar el mensaje no desde un costado técnico, sino a un público más llano”. Los libros están pensados de forma multidireccional: hay ediciones en braile, con traducciones al guaraní, quechua, portuñol e inglés, y videos con lenguaje de señas.“El modelo ya está instalado y las consecuencias ya se viven. Ahí te das cuenta que las políticas neoliberales están vigentes, tanto en la soja como en la minería y la deforestación, y mi inquietud era saber encontrar el tono para que no se convierta en algo denso para los pibes. Si no, corrés el riesgo de ser panfletario”.

No lo es.

Crespi ya se imagina futuros cuestionamientos una vez que la obra se asiente. “Por qué politizar la infancia o por qué mandar un contenido ideologizado para trabajar con los chicos”, se ataja. La respuesta está en su blog: “Porque desde chicos sabemos que muchas inundaciones se evitarían si no se destruyen los bosques nativos. Porque los agrotóxicos no son inocuos, ni la infancia es inmune a ellos. Porque el oro y los metales tienen un valor de mercado, pero el agua y la vida tienen un valor de futuro”.

Y cierra con otro trabalenguas que es un dolor de cabeza para los empresarios y las corporaciones:

“Porque la soja desaloja,

porque los montes se desmontan,

y porque la mina contamina”.

La ficción del cowboy

Eduardo Molinari se sintió como un alien cuando el llamado Conflicto con el Campo estalló. Era 2008. Recién llegaba al país luego de 10 meses de residencia en Alemania por su trabajo con artes visuales. El conflicto, dice, le pegó como una trompada: “No conocía nada del monocultivo”. A ese desconocimiento le sumó una imagen que lo sacó de las casillas. Era de algunos años atrás, de un niño fumigado en la localidad santafecina de Las Petacas, utilizado como “bandera” de los aviones fumigadores. La noticia de la explotación de niños para el agronegocio lo empujó a hacer algo.

En medio de la producción de un libro que sistematizara esta realidad, Molinari recibió la invitación de participar de un proyecto llamado Principio Potosí, en referencia a la explotación del Cerro Potosí en la época de la colonización española. “La idea era tomar Potosí como un principio casi mecánico de poner en funcionamiento una máquina extractiva, una forma de relación con la naturaleza, de trabajo, de acumulación de capital”.

La hipótesis del proyecto era que el saqueo colonial sobre América Latina podía verse reflejado hoy en escenarios diversos, e invitaba a artistas a sumar sus propuestas. Molinari no dudó: sumergió su proyecto, bautizado Los niños de la soja, como un capítulo más en la historia del saqueo de nuestro continente. La muestra se exhibió nada menos que el Museo Reina Sofía de Madrid.

Más allá de la descripción del agronegocio en su génesis histórica, Molinari ancla en un concepto interesante: la aparición de una cultura transgénica. “Estas empresas tenían una necesidad de tener una maquinaria de producción cultural de imágenes a su servicio”.

Remarca que una de esas imágenes es el propio campo de soja: “Parece un lugar plácido, muy amable, una especie de pantalla pincelada, lisa, sin conflicto. Es como una superficie pareja, con una paleta de colores muy nítida, con diferentes verdes. Es una ficción terrible”.

¿Por dónde observó Molinari que pasaba la estrategia cultural de las empresas? “Identifiqué la pobreza del universo visual que plantean. Para este libro fui a Córdoba, a Carlos Casares y a Rosario. Pero en una segunda investigación, en 2013, pude llegar hasta Paraguay. Y ahí me di cuenta que las empresas no manejan los lenguajes de igual manera en toda la región. En Paraguay la presencia visual era más agresiva: publicidad de empresas, semilleras, agroquímicos, granos, bidones. Acá es casi al revés: tiende a ocultar más que a revelar. Allá hay un sujeto: es una especie de campesino feliz que está presente. Acá lo pude ver un poco en ExpoAgro: entre chicas desnudas, hay una persona que es una mezcla de cowboy con un muchacho de camisa impecable”.

Molinari hizo una muestra itinerante con Los niños de la soja y, en 2013, amplió su investigación en un trabajo colectivo que denominó B.O.G.S.A.T.

Docente y recibido en Bellas Artes, Molinari hace más de una década que sostiene el proyecto Archivo Caminante, donde vincula temáticas del presente con eventos históricos. Pero la temática del monocultivo lo sobrepasó: dice que es la primera vez que trabaja con proyectos donde el presente le gana a la historia. “La maquinaria de producción de imágenes del agronegocio instaura un régimen de visibilidad. No sólo te muestra lo que quiere, sino que hay otras cosas que no te va a mostrar nunca. Y ése es nuestro desafío. Los artistas visuales tenemos que intentar rasgar esa cosa”.

Y cita como ejemplo el trabajo del fotógrafo Pablo Piovano.

Revelados

La mujer mira a la cámara. Tiene la mitad del rostro ensombrecido, le falta un pecho. Otra mujer levanta en brazos a su hija, una nenita, con una clara deformación en la columna. Las imágenes pasan y duelen, y pasan y vuelven a doler. Cuando el fotógrafo Pablo Piovano guardó su Nikon con lente 17-55 en el bolso que se cuelga al hombro todos los días, esperaba encontrarse cara a cara con realidades tremendas, pero aún hoy, después de recorrer 6 mil kilómetros con su Protón Wira modelo 96 por pueblos asediados por agroquímicos, lo asombra una imagen que reveló en su conciencia: “Me sorprendió ver las plazas vacías”.

Y qué completa ese vacío:

“Había barrios con un chico en silla de ruedas por cuadra”.

La travesía duró un mes, de noviembre a diciembre, con un objetivo: documentar las consecuencias del modelo sojero que colonizó más de la mitad del suelo cultivable argentino. La decisión quedó cristalizada en cientos de fotos de niños y niñas con malformaciones congénitas y pobladores de áreas rurales de Entre Ríos, Chaco y Misiones con graves enfermedades, producto del impacto cercano, cotidiano y constante con los agroquímicos. Chicos con hidrocefalía, hombres con afecciones neurológicas, mujeres con labios leporinos, niños con ictiosis. ¿Cómo trabajó Piovano este cuadro tan complejo? “La línea de trabajo más clara era la que podía unirse con retratos de afectados”, explica. “Mi intención era que el retrato tenga una fuerza que demostrara la contundencia de la agresividad de estas empresas y del enorme daño que están causando”.

Piovano subraya que ese método es una mirada que construyó día a día. Ejemplo: “Era terrible ver a una madre que había perdido a su hijo y uno tratando de fotografiarla”. Por eso tuvo que ir más de una vez a los barrios. Construyó vínculos. Se ganó la confianza de los pobladores. Logró que su presencia no resultara agresiva. “Eso se nota en la mirada, en la posición, en el vínculo. Si la foto es de un turista, por más que sea un profesional, se nota la diferencia. Esa es mi manera de devolverle algo a la tierra, a las personas que trabajan todos los días con ella. Por eso la idea fue sacarme toda la vorágine que llevamos, tratar de ser más humildes, hasta ser alguien que no va a llevarse algo. Porque, en definitiva, fotografiar es sacar, tomar”.

Piovano busca que la fotografía se ancle, perdure, sea memoria. Para eso hace falta tiempo, estar. Pero algo más: estética. “La cámara es una herramienta, y la única manera en la que se puede despertar la conciencia no es sólo a través de la denuncia, sino también del arte”, apunta. “La denuncia está bien. Estas fotos son una denuncia también y está por delante del arte y de la estética, pero entiendo que también hace falta lo otro para que tenga la fuerza necesaria y sea vista. Para muchos pasa sólo por la denuncia. Para otros no. Si podemos hacer las dos cosas, bienvenido”.

Aún no sabe qué formato le dará a su material. Cuando partió, el panorama era más incierto: no sabía siquiera si podría publicarlo. Hoy su trabajo es un documento periodístico y político: “Hay que respetar la conciencia de los pueblos. Está en juego nuestra salud, nuestra vida, las próximas generaciones. Hay un plan vil de enriquecimiento para unos pocos con un costo humano impresionante, que termina desertificando la tierra, empobreciendo la diversidad de cultivos. Los empresarios dicen que gracias a nosotros hay alimentos para todo el mundo. En realidad se están enriqueciendo ellos, y el hambre en el mundo sigue”.

La planta y el metal

El acorde más heavy que impactó en la vida de José Luis Locko Terzaghi  no fue obra de su guitarra ni de ningún amplificador. Fue ese paisaje engañosamente armónico, que lo saluda irónicamente cada vez que el músico se aleja algunas cuadras de su casa, en el partido bonaerense de Salto, a 60 kilómetros de Pergamino. Ese paisaje, dice, le golpea el pecho más que toda su discografía la Hermética. “Las plantaciones de soja son lo único que vemos cuando salimos afuera de los barrios”, afina Terzaghi.

El Locko, violero y cantante, es uno de los cinco integrantes de Raza Truncka, una banda bonaerense que explota una amalgama de sonidos que denominaron folkmetal. Basta escuchar los tres discos en su página web (Misteriosa comunión, Ni con delicadeza ni con cuidado… y Danzachapogo), o darle play a los videos de YouTube, para que la chacarera se transforme en una pieza metalera sin perder ninguna de las dos esencias y, a su vez, crear una propia. De allí salen canciones como Niño fumigado:

Desmontando ancestros,

reventando pueblos

la soja y su imperio,

envenena Monsanto por dentro.

Terzaghi estudió en el conservatorio y es maestro de música en primaria y terciaria. A los 18 años trabajó en un galpón donde tenía que separar muestras de diversas clases de soja. “Había lotes con distintos surcos hechos por un ingeniero agrónomo. A la soja la pesaban, la lavaban y después la mandaban a un laboratorio. Nosotros hacíamos el trabajo más rústico”. Años después El Locko le mostraría al ingeniero el disco que produciría con su banda. Le respondió que no quería discutir. “Está convencido que lo que hace es para dar alimento”, recuerda. “Decía que la soja era el agente de proteínas que se estaba usando en los grandes países”. El ingeniero lo corría con una chicana: “No podés tirarte contra una planta”. El Locko se ponía firme: “No es la soja, es la forma. La soja tiene como 6 mil años y no hace mal. El problema es lo transgénico”.

¿Cómo repercute ese modelo en la comunidad? “Es algo que está oculto: nadie lo quiere hablar. Los sistemas de salud son parte del mismo sistema económico y productivo. No hay en los hospitales información, pero tampoco tampoco se quieren hacer censos para saber de dónde vienen los distintos tipos de enfermedades, como las alergias o el cáncer. Lo que ahora está pasando es que están malpariendo los animales. Y la gente no sale a denunciar porque cuida su puesto de laburo”. La organización comunitaria es escasa a diferencia de Pergamino, donde funciona una asamblea. Allí está radicado el corazón sojero, con 800 empresas vinculadas al agro instaladas en el territorio.

Raza Truncka, en definitiva, no es producto del azar. “Siempre estamos discutiendo y pensando las problemáticas que nos tocan a diario. Buscamos pensar el arte como una forma de expresión de lo que nos pasa, sin caer en algo vacío ni abstracto”. La banda, de corte autogestiva, tocó en los festivales de la Unión de Asambleas Ciudadanas (UAC) y para la campaña Paren de Fumigar, en Cosquín.

Si bien hay denuncia en sus letras, Raza Truncka no descuida la poética. Los temas buscan una estética propia, explorada en un lienzo que va desde Violeta Parra hasta Hermética. “Venimos de militar en distintos espacios, y eso fue algo que debatimos”, afirma el Locko. “Acordamos que la banda era hacer un nuevo espacio de militancia artístico, no de propaganda, sino  que cuente lo que vivimos, lo auténtico”.

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