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Encerrar y vigilar: Paul Preciado y la gestión de las epidemias como un reflejo de la soberanía política

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El filósofo trans de origen español elabora en este artículo imprescindible una detallada lectura sobre cómo pensar al coronavirus a partir de Foucault, que fue víctima de un virus. Las conclusiones a las que llega son tan originales como los conceptos que crea para nombrar la novedad de lo que sucede. Por qué la biopolítica es una farmacopornografía. Qué significa la biovigilancia, la telerepública y el ciberautoritarismo. Cómo es el sujeto del technopatriarcado del Covid. Y el desafío al que nos enfrentamos: “Sabemos que llaman a la descolectivización y al telecontrol. Utilicemos el tiempo y la fuerza del encierro para estudiar las tradiciones de lucha y resistencia minoritarias que nos han ayudado a sobrevivir hasta aquí. Apaguemos los móviles, desconectemos Internet. Hagamos el gran blackout frente a los satélites que nos vigilan e imaginemos juntos en la revolución que viene”.

Link a artículo original publicado en El País.

Por Paul. B. Preciado

Si Michel Foucault hubiera sobrevivido al azote del sida y hubiera resistido hasta la invención de la triterapia tendría hoy 93 años: ¿habría aceptado de buen grado haberse encerrado en su piso de la rue Vaugirard? El primer filósofo de la historia en morir de las complicaciones generadas por el virus de inmunodeficiencia adquirida, nos ha legado algunas de las nociones más eficaces para pensar la gestión política de la epidemia que, en medio del pánico y la desinformación, se vuelven tan útiles como una buena mascarilla cognitiva.

Lo más importante que aprendimos de Foucault es que el cuerpo vivo (y por tanto mortal) es el objeto central de toda política. Il n’y a pas de politique qui ne soit pas une politique des corps (no hay política que no sea una política de los cuerpos). Pero el cuerpo no es para Foucault un organismo biológico dado sobre el que después actúa el poder. La tarea misma de la acción política es fabricar un cuerpo, ponerlo a trabajar, definir sus modos de reproducción, prefigurar las modalidades del discurso a través de las que ese cuerpo se ficcionaliza hasta ser capaz de decir “yo”. Todo el trabajo de Foucault podría entenderse como un análisis histórico de las distintas técnicas a través de las que el poder gestiona la vida y la muerte de las poblaciones. Entre 1975 y 1976, los años en los que publicó Vigilar y castigar y el primer volumen de la Historia de la sexualidad, Foucault utilizó la noción de “biopolítica” para hablar de una relación que el poder establecía con el cuerpo social en la modernidad. Describió la transición desde lo que él llamaba una “sociedad soberana” hacia una “sociedad disciplinaria” como el paso desde una sociedad que define la soberanía en términos de decisión y ritualización de la muerte a una sociedad que gestiona y maximiza la vida de las poblaciones en términos de interés nacional. Para Foucault, las técnicas gubernamentales biopolíticas se extendían como una red de poder que desbordaba el ámbito legal o la esfera punitiva convirtiéndose en una fuerza “somatopolítica”, una forma de poder espacializado que se extendía en la totalidad del territorio hasta penetrar en el cuerpo individual.

Durante y después de la crisis del sida, numerosos autores ampliaron y radicalizaron las hipótesis de Foucault y sus relaciones con las políticas inmunitarias. El filósofo italiano Roberto Espósito analizó las relaciones entre la noción política de “comunidad” y la noción biomédica y epidemiológica de “inmunidad”. Comunidad e inmunidad comparten una misma raíz, munus, en latín el munus era el tributo que alguien debía pagar por vivir o formar parte de la comunidad. La comunidad es cum (con) munus (deber, ley, obligación, pero también ofrenda): un grupo humano religado por una ley y una obligación común, pero también por un regalo, por una ofrenda. El sustantivo inmunitas, es un vocablo privativo que deriva de negar el munus. En el derecho romano, la inmunitas era una dispensa o un privilegio que exoneraba a alguien de los deberes societarios que son comunes a todos. Aquel que había sido exonerado era inmune. Mientras que aquel que estaba desmunido era aquel al que se le había retirado todos los privilegios de la vida en comunidad.

Roberto Espósito nos enseña que toda biopolítica es inmunológica: supone una definición de la comunidad y el establecimiento de una jerarquía entre aquellos cuerpos que están exentos de tributos (los que son considerados inmunes) y aquellos que la comunidad percibe como potencialmente peligrosos (los demuni) y que serán excluidos en un acto de protección inmunológica. Esa es la paradoja de la biopolítica: todo acto de protección implica una definición inmunitaria de la comunidad según la cual esta se dará a sí misma la autoridad de sacrificar otras vidas, en beneficio de una idea de su propia soberanía. El estado de excepción es la normalización de esta insoportable paradoja.

A partir del siglo XIX, con el descubrimiento de la primera vacuna antivariólica y los experimentos de Pasteur y Koch, la noción de inmunidad migra desde el ámbito del derecho y adquiere una significación médica. Las democracias liberales y patriarco-coloniales Europeas del siglo XIX construyen el ideal del individuo moderno no solo como agente (masculino, blanco, heterosexual) económico libre, sino también como un cuerpo inmune, radicalmente separado, que no debe nada a la comunidad. Para Espósito, el modo en el que la Alemania nazi caracterizó a una parte de su propia población (los judíos, pero también los gitanos, los homosexuales, los personas con discapacidad) como cuerpos que amenazaban la soberanía de la comunidad aria es un ejemplo paradigmático de los peligros de la gestión inmunitaria. Esta comprensión inmunológica de la sociedad no acabó con el nazismo, sino que, al contrario, ha pervivido en Europa legitimando las políticas neoliberales de gestión de sus minorías racializadas y de las poblaciones migrantes. Es esta comprensión inmunológica la que ha forjado la comunidad económica europea, el mito de Shengen y las técnicas de Frontex en los últimos años.

En 1994, en Flexible Bodies, la antropóloga de la Universidad de Princeton Emily Martin analizó la relación entre inmunidad y política en la cultura americana durante las crisis de la polio y el sida. Martin llegó a algunas conclusiones que resultan pertinentes para analizar la crisis actual. La inmunidad corporal, argumenta Martin, no es solo un mero hecho biológico independiente de variables culturales y políticas. Bien al contrario, lo que entendemos por inmunidad se construye colectivamente a través de criterios sociales y políticos que producen alternativamente soberanía o exclusión, protección o estigma, vida o muerte.

Si volvemos a pensar la historia de algunas de las epidemias mundiales de los cinco últimos siglos bajo el prisma que nos ofrecen Michel Foucault, Roberto Espósito y Emily Martin es posible elaborar una hipótesis que podría tomar la forma de una ecuación: dime cómo tu comunidad construye su soberanía política y te diré qué formas tomarán tus epidemias y cómo las afrontarás.

Las distintas epidemias materializan en el ámbito del cuerpo individual las obsesiones que dominan la gestión política de la vida y de la muerte de las poblaciones en un periodo determinado. Por decirlo con términos de Foucault, una epidemia radicaliza y desplaza las técnicas biopolíticas que se aplican al territorio nacional hasta al nivel de la anatomía política, inscribiéndolas en el cuerpo individual. Al mismo tiempo, una epidemia permite extender a toda la población las medidas de “inmunización” política que habían sido aplicadas hasta ahora de manera violenta frente aquellos que habían sido considerados como “extranjeros” tanto dentro como en los límites del territorio nacional.

La gestión política de las epidemias pone en escena la utopía de comunidad y las fantasías inmunitarias de una sociedad, externalizando sus sueños de omnipotencia (y los fallos estrepitosos) de su soberanía política. La hipótesis de Michel Foucault, Roberto Espósito y de Emily Martin nada tiene que ver con una teoría de complot. No se trata de la idea ridícula de que el virus sea una invención de laboratorio o un plan maquiavélico para extender políticas todavía más autoritarias. Al contrario, el virus actúa a nuestra imagen y semejanza, no hace más que replicar, materializar, intensificar y extender a toda la población, las formas dominantes de gestión biopolítica y necropolítica que ya estaban trabajando sobre el territorio nacional y sus límites. De ahí que cada sociedad pueda definirse por la epidemia que la amenaza y por el modo de organizarse frente a ella.

Pensemos, por ejemplo, en la sífilis. La epidemia golpeó por primera vez a la ciudad de Nápoles en 1494. La empresa colonial europea acababa de iniciarse. La sífilis fue como el pistoletazo de salida de la destrucción colonial y de las políticas raciales que vendrían con ellas. Los ingleses la llamaron “la enfermedad francesa”, los franceses dijeron que era “el mal napolitano” y los napolitanos que había venido de América: se dijo que había sido traída por los colonizadores que habían sido infectados por los indígenas… El virus, como nos enseñó Derrida, es, por definición, el extranjero, el otro, el extraño. Infección sexualmente transmisible, la sífilis materializó en los cuerpos de los siglos XVI al XIX las formas de represión y exclusión social que dominaban la modernidad patriarcocolonial: la obsesión por la pureza racial, la prohibición de los así llamados “matrimonios mixtos” entre personas de distinta clase y “raza” y las múltiples restricciones que pesaban sobre las relaciones sexuales y extramatrimoniales.

La utopía de comunidad y el modelo de inmunidad de la sífilis es el del cuerpo blanco burgués sexualmente confinado en la vida matrimonial como núcleo de la reproducción del cuerpo nacional. De ahí que la prostituta se convirtiera en el cuerpo vivo que condensó todos los significantes políticos abyectos durante la epidemia: mujer obrera y a menudo racializada, cuerpo externo a las regulaciones domésticas y del matrimonio, que hacía de su sexualidad su medio de producción, la trabajadora sexual fue visibilizada, controlada y estigmatizada como vector principal de la propagación del virus. Pero no fue la represión de la prostitución ni la reclusión de las prostitutas en burdeles nacionales (como imaginó Restif de la Bretonne) lo que curó la sífilis. Bien al contrario. La reclusión de las prostitutas solo las hizo más vulnerables a la enfermedad. Lo que curó la sífilis fue el descubrimiento de los antibióticos y especialmente de la penicilina en 1928, precisamente un momento de profundas transformaciones de la política sexual en Europa con los primeros movimientos de descolonización, el acceso de las mujeres blancas al voto, las primeras despenalizaciones de la homosexualidad y una relativa liberalización de la ética matrimonial heterosexual.

Encerrar y vigilar: Paul Preciado y la gestión de las epidemias como un reflejo de la soberanía política
Paul B. Preciado, ex Beatriz, es un filósofo experto en teoría queer y filosofía de género.

Medio siglo después, el sida fue a la sociedad neoliberal heteronormativa del siglo XX lo que la sífilis había sido a la sociedad industrial y colonial. Los primeros casos aparecieron en 1981, precisamente en el momento en el que la homosexualidad dejaba de ser considerada como una enfermedad psiquiátrica, después de que hubiera sido objeto de persecución y discriminación social durante décadas. La primera fase de la epidemia afectó de manera prioritaria a lo que se nombró entonces como las 4 H: homosexuales, hookers —trabajadoras o trabajadores sexuales, hemofílicos y heroin users heroinómanos. El sida remasterizó y reactualizó la red de control sobre el cuerpo y la sexualidad que había tejido la sífilis y que la penicilina y los movimientos de descolonización, feministas y homosexuales habían desarticulado y transformado en los años sesenta y setenta. Como en el caso de las prostitutas en la crisis de la sífilis, la represión de la homosexualidad sólo causó más muertes. Lo que está transformando progresivamente el sida en una enfermedad crónica ha sido la despatologización de la homosexualidad, la autonomización farmacológica del Sur, la emancipación sexual de las mujeres, su derecho a decir no a las prácticas sin condón, y el acceso de la población afectada, independientemente de su clase social o su grado de racialización, a las triterapias. El modelo de comunidad/inmunidad del sida tiene que ver con la fantasía de la soberanía sexual masculina entendida como derecho innegociable de penetración, mientras que todo cuerpo penetrado sexualmente (homosexual, mujer, toda forma de analidad) es percibido como carente de soberanía.

Volvamos ahora a nuestra situación actual. Mucho antes de que hubiera aparecido la Covid-19 habíamos ya iniciado un proceso de mutación planetaria. Estábamos atravesando ya, antes del virus, un cambio social y político tan profundo como el que afectó a las sociedades que desarrollaron la sífilis. En el siglo XV, con la invención de la imprenta y la expansión del capitalismo colonial, se pasó de una sociedad oral a una sociedad escrita, de una forma de producción feudal a una forma de producción industrial-esclavista y de una sociedad teocrática a una sociedad regida por acuerdos científicos en el que las nociones de sexo, raza y sexualidad se convertirían en dispositivos de control necro-biopolítico de la población.

Hoy estamos pasando de una sociedad escrita a una sociedad ciberoral, de una sociedad orgánica a una sociedad digital, de una economía industrial a una economía inmaterial, de una forma de control disciplinario y arquitectónico, a formas de control microprostéticas y mediático-cibernéticas. En otros textos he denominado farmacopornográfica al tipo de gestión y producción del cuerpo y de la subjetividad sexual dentro de esta nueva configuración política. El cuerpo y la subjetividad contemporáneos ya no son regulados únicamente a través de su paso por las instituciones disciplinarias (escuela, fábrica, caserna, hospital, etcétera) sino y sobre todo a través de un conjunto de tecnologías biomoleculares, microprostéticas, digitales y de transmisión y de información. En el ámbito de la sexualidad, la modificación farmacológica de la conciencia y del comportamiento, la mundialización de la píldora anticonceptiva para todas las “mujeres”, así como la producción de la triterapias, de las terapias preventivas del sida o el viagra son algunos de los índices de la gestión biotecnológica. La extensión planetaria de Internet, la generalización del uso de tecnologías informáticas móviles, el uso de la inteligencia artificial y de algoritmos en el análisis de big data, el intercambio de información a gran velocidad y el desarrollo de dispositivos globales de vigilancia informática a través de satélite son índices de esta nueva gestión semiotio-técnica digital. Si las he denominado pornográficas es, en primer lugar, porque estas técnicas de biovigilancia se introducen dentro del cuerpo, atraviesan la piel, nos penetran; y en segundo lugar, porque los dispositivos de biocontrol ya no funcionan a través de la represión de la sexualidad (masturbatoria o no), sino a través de la incitación al consumo y a la producción constante de un placer regulado y cuantificable. Cuanto más consumimos y más sanos estamos mejor somos controlados.

La mutación que está teniendo lugar podría ser también el paso de un régimen patriarco-colonial y extractivista, de una sociedad antropocéntrica y de una política donde una parte muy pequeña de la comunidad humana planetaría se autoriza a sí misma a llevar a cabo prácticas de predación universal, a una sociedad capaz de redistribuir energía y soberanía. Desde una sociedad de energías fósiles a otra de energías renovables. Está también en cuestión el paso desde un modelo binario de diferencia sexual a un paradigma más abierto en el que la morfología de los órganos genitales y la capacidad reproductiva de un cuerpo no definan su posición social desde el momento del nacimiento; y desde un modelo heteropatriarcal a formas no jerárquicas de reproducción de la vida. Lo que estará en el centro del debate durante y después de esta crisis es cuáles serán las vidas que estaremos dispuestos a salvar y cuáles serán sacrificadas. Es en el contexto de esta mutación, de la transformación de los modos de entender la comunidad (una comunidad que hoy es la totalidad del planeta) y la inmunidad donde el virus opera y se convierte en estrategia política.

Inmunidad y política de la frontera

Lo que ha caracterizado las políticas gubernamentales de los últimos 20 años, desde al menos la caída de las torres gemelas, frente a las ideas aparentes de libertad de circulación que dominaban el neoliberalismo de la era Thatcher, ha sido la redefinición de los estados-nación en términos neocoloniales e identitarios y la vuelta a la idea de frontera física como condición del restablecimiento de la identidad nacional y la soberanía política. Israel, Estados Unidos, Rusia, Turquía y la Comunidad Económica Europea han liderado el diseño de nuevas fronteras que por primera vez después de décadas, no han sido solo vigiladas o custodiadas, sino reinscritas a través de la decisión de elevar muros y construir diques, y defendidas con medidas no biopolíticas, sino necropolíticas, con técnicas de muerte.

Como sociedad europea, decidimos construirnos colectivamente como comunidad totalmente inmune, cerrada a Oriente y al Sur, mientras que Oriente y el Sur, desde el punto de vista de los recursos energéticos y de la producción de bienes de consumo, son nuestro almacén. Cerramos la frontera en Grecia, construimos los mayores centros de detención a cielo abierto de la historia en las islas que bordean Turquía y el Mediterráneo y fantaseamos que así conseguiríamos una forma de inmunidad. La destrucción de Europa comenzó paradójicamente con esta construcción de una comunidad europea inmune, abierta en su interior y totalmente cerrada a los extranjeros y migrantes.

Lo que está siendo ensayado a escala planetaria a través de la gestión del virus es un nuevo modo de entender la soberanía en un contexto en el que la identidad sexual y racial (ejes de la segmentación política del mundo patriarco-colonial hasta ahora) están siendo desarticuladas. La Covid-19 ha desplazado las políticas de la frontera que estaban teniendo lugar en el territorio nacional o en el superterritorio europeo hasta el nivel del cuerpo individual. El cuerpo, tu cuerpo individual, como espacio vivo y como entramado de poder, como centro de producción y consumo de energía, se ha convertido en el nuevo territorio en el que las agresivas políticas de la frontera que llevamos diseñando y ensayando durante años se expresan ahora en forma de barrera y guerra frente al virus. La nueva frontera necropolítica se ha desplazado desde las costas de Grecia hasta la puerta del domicilio privado. Lesbos empieza ahora en la puerta de tu casa. Y la frontera no para de cercarte, empuja hasta acercarse más y más a tu cuerpo. Calais te explota ahora en la cara. La nueva frontera es la mascarilla. El aire que respiras debe ser solo tuyo. La nueva frontera es tu epidermis. El nuevo Lampedusa es tu piel.

Se reproducen ahora sobre los cuerpos individuales las políticas de la frontera y las medidas estrictas de confinamiento e inmovilización que como comunidad hemos aplicado durante estos últimos años a migrantes y refugiados —hasta dejarlos fuera de toda comunidad—. Durante años los tuvimos en el limbo de los centros de retención. Ahora somos nosotros los que vivimos en el limbo del centro de retención de nuestras propias casas.

La biopolítica en la era ‘farmacopornográfica’

Las epidemias, por su llamamiento al estado de excepción y por la inflexible imposición de medidas extremas, son también grandes laboratorios de innovación social, la ocasión de una reconfiguración a gran escala de las técnicas del cuerpo y las tecnologías del poder. Foucault analizó el paso de la gestión de la lepra a la gestión de la peste como el proceso a través del que se desplegaron las técnicas disciplinarias de espacialización del poder de la modernidad. Si la lepra había sido confrontada a través de medidas estrictamente necropolíticas que excluían al leproso condenándolo si no a la muerte al menos a la vida fuera de la comunidad, la reacción frente a la epidemia de la peste inventa la gestión disciplinaria y sus formas de inclusión excluyente: segmentación estricta de la ciudad, confinamiento de cada cuerpo en cada casa.

Las distintas estrategias que los distintos países han tomado frente a la extensión de la Covid-19 muestran dos tipos de tecnologías biopolíticas totalmente distintas. La primera, en funcionamiento sobre todo en Italia, España y Francia, aplica medidas estrictamente disciplinarias que no son, en muchos sentidos, muy distintas a las que se utilizaron contra la peste. Se trata del confinamiento domiciliario de la totalidad de la población. Vale la pena releer el capítulo sobre la gestión de la peste en Europa de Vigilar y castigar para darse cuenta que las políticas francesas de gestión de la Covid-19 no han cambiado mucho desde entonces. Aquí funciona la lógica de la frontera arquitectónica y el tratamiento de los casos de infección dentro de enclaves hospitalarios clásicos. Esta técnica no ha mostrado aún pruebas de eficacia total.

La segunda estrategia, puesta en marcha por Corea del Sur, Taiwán, Singapur, Hong-Kong, Japón e Israel supone el paso desde técnicas disciplinarias y de control arquitectónico modernas a técnicas farmacopornográficas de biovigilancia: aquí el énfasis está puesto en la detección individual del virus a través de la multiplicación de los tests y de la vigilancia digital constante y estricta de los enfermos a través de sus dispositivos informáticos móviles. Los teléfonos móviles y las tarjetas de crédito se convierten aquí en instrumentos de vigilancia que permiten trazar los movimientos del cuerpo individual. No necesitamos brazaletes biométricos: el móvil se ha convertido en el mejor brazalete, nadie se separa de él ni para dormir. Una aplicación de GPS informa a la policía de los movimientos de cualquier cuerpo sospechoso. La temperatura y el movimiento de un cuerpo individual son monitorizados a través de las tecnologías móviles y observados en tiempo real por el ojo digital de un Estado ciberautoritario para el que la comunidad es una comunidad de ciberusuarios y la soberanía es sobre todo transparencia digital y gestión de big data.

Pero estas políticas de inmunización política no son nuevas y no han sido sólo desplegadas antes para la búsqueda y captura de los así denominados terroristas: desde principios de la década de 2010, por ejemplo, Taiwán había legalizado el acceso a todos los contactos de los teléfonos móviles en las aplicaciones de encuentro sexual con el objetivo de “prevenir” la expansión del sida y la prostitución en Internet. La Covid-19 ha legitimado y extendido esas prácticas estatales de biovigilancia y control digital normalizándolas y haciéndolas “necesarias” para mantener una cierta idea de la inmunidad. Sin embargo, los mismos Estados que implementan medidas de vigilancia digital extrema no se plantean todavía prohibir el tráfico y el consumo de animales salvajes ni la producción industrial de aves y mamíferos ni la reducción de las emisiones de CO2. Lo que ha aumentado no es la inmunidad del cuerpo social, sino la tolerancia ciudadana frente al control cibernético estatal y corporativo.

La gestión política de la Covid-19 como forma de administración de la vida y de la muerte dibuja los contornos de una nueva subjetividad. Lo que se habrá inventado después de la crisis es una nueva utopía de la comunidad inmune y una nueva forma de control del cuerpo. El sujeto del technopatriarcado neoliberal que la Covid-19 fabrica no tiene piel, es intocable, no tiene manos. No intercambia bienes físicos, ni toca monedas, paga con tarjeta de crédito. No tiene labios, no tiene lengua. No habla en directo, deja un mensaje de voz. No se reúne ni se colectiviza. Es radicalmente individuo. No tiene rostro, tiene máscara. Su cuerpo orgánico se oculta para poder existir tras una serie indefinida de mediaciones semio-técnicas, una serie de prótesis cibernéticas que le sirven de máscara: la máscara de la dirección de correo electrónico, la máscara de la cuenta Facebook, la máscara de Instagram. No es un agente físico, sino un consumidor digital, un teleproductor, es un código, un pixel, una cuenta bancaria, una puerta con un nombre, un domicilio al que Amazon puede enviar sus pedidos.

Encerrar y vigilar: Paul Preciado y la gestión de las epidemias como un reflejo de la soberanía política

La prisión blanda: bienvenido a la telerrepública de tu casa

Uno de los desplazamientos centrales de las técnicas biopolíticas farmacopornográficas que caracterizan la crisis de la Covid-19 es que el domicilio personal —y no las instituciones tradicionales de encierro y normalización (hospital, fábrica, prisión, colegio)— aparece ahora como el nuevo centro de producción, consumo y control biopolítico. Ya no se trata solo de que la casa sea el lugar de encierro del cuerpo, como era el caso en la gestión de la peste. El domicilio personal se ha convertido ahora en el centro de la economía del teleconsumo y de la teleproducción. El espacio doméstico existe ahora como un punto en un espacio cibervigilado, un lugar identificable en un mapa google, una casilla reconocible por un dron.

Si yo me interesé en su momento por la Mansión Playboy es porque esta funcionó en plena guerra fría como un laboratorio en el que se estaban inventando los nuevos dispositivos de control farmacopornográfico del cuerpo y de la sexualidad que habrían de extenderse a la a partir de principios del siglo XXI y que ahora se amplían a la totalidad de la población mundial con la crisis de la Covid-19. Cuando hice mi investigación sobre Playboy me llamó la atención el hecho de que Hugh Hefner, uno de los hombres más ricos del mundo, hubiera pasado casi 40 años sin salir de la Mansión, vestido únicamente con pijama, batín y pantuflas, bebiendo coca-cola y comiendo Butterfingers y que hubiera podido dirigir y producir que la revista más importante de Estados Unidos sin moverse de su casa o incluso, de su cama. Suplementada con una cámara de video, una línea directa de teléfono, radio e hilo musical, la cama de Hefner era una auténtica plataforma de producción multimedia de la vida de su habitante.

Su biógrafo Steven Watts denominó a Hefner “un recluso voluntario en su propio paraíso.” Adepto de dispositivos de archivo audiovisual de todo tipo, Hefner, mucho antes de que existiera el teléfono móvil, Facebook o WhatsApp enviaba más de una veintena de cintas audio y vídeo con consigas y mensajes, que iban desde entrevistas en directo a directrices de publicación. Hefner había instalado en la mansión, en la que vivían también una docena de Playmates, un circuito cerrado de cámaras y podía desde su centro de control acceder a todas las habitaciones en tiempo real. Cubierta de paneles de madera y con espesas cortinas, pero penetrada por miles de cables y repleta de lo que en ese momento se percibía como las más altas tecnologías de telecomunicación (y que hoy nos parecerían tan arcaicas como un tam-tam), era al mismo tiempo totalmente opaca, y totalmente transparente. Los materiales filmados por las cámaras de vigilancia acababan también en las páginas de la revista.

La revolución biopolítica silenciosa que Playboy lideró suponía, más allá la transformación de la pornografía heterosexual en cultura de masas, la puesta en cuestión de la división que había fundado la sociedad industrial del siglo XIX: la separación de las esferas de la producción y de la reproducción, la diferencia entre la fábrica y el hogar y con ella la distinción patriarcal entre masculinidad y feminidad. Playboy acató esta diferencia proponiendo la creación de un nuevo enclave de vida: el apartamento de soltero totalmente conectado a las nuevas tecnologías de comunicación del que el nuevo productor semiótico no necesita salir ni para trabajar ni para practicar sexo —actividades que, además, se habían vuelto indistinguibles—. Su cama giratoria era al mismo tiempo su mesa de trabajo, una oficina de dirección, un escenario fotográfico y un lugar de cita sexual, además de un plató de televisión desde donde se rodaba el famoso programa Playboy after darkPlayboy anticipó los discursos contemporáneos sobre el teletrabajo, y la producción inmaterial que la gestión de la crisis de la Covid-19 ha transformado en un deber ciudadano. Hefner llamó a este nuevo productor social el “trabajador horizontal”. El vector de innovación social que Playboy puso en marcha era la erosión (por no decir la destrucción) de la distancia entre trabajo y ocio, entre producción y sexo. La vida del playboy, constantemente filmada y difundida a través de los medios de comunicación de la revista y de la televisión, era totalmente pública, aunque el playboy no saliera de su casa o incluso de su cama. En ese sentido, Playboy ponía también en cuestión la diferencia entre las esferas masculinas y femeninas, haciendo que el nuevo operario multimedia fuera, lo que parecía un oxímoron en la época, un hombre doméstico. El biógrafo de Hefner nos recuerda que este aislamiento productivo necesitaba un soporte químico: Hefner era un gran consumidor de Dexedrina, una anfetamina que eliminaba el cansancio y el sueño. Así que paradójicamente, el hombre que no salía de su cama, no dormía nunca. La cama como nuevo centro de operaciones multimedia era una celda farmacopornográfica: sólo podría funcionar con la píldora anticonceptiva, drogas que mantuvieran el nivel productivo en alza y un constante flujo de códigos semióticos que se habían convertido en el único y verdadero alimento que nutría al playboy.

¿Les suena ahora familiar todo esto? ¿Se parece todo esto de manera demasiado extraña a sus propias vidas confinadas? Recordemos ahora las consignas del presidente francés Emmanuel Macron: estamos en guerra, no salgan de casa y teletrabajen. Las medidas biopolíticas de gestión del contagio impuestas frente al coronavirus han hecho que cada uno de nosotros nos transformemos en un trabajador horizontal más o menos playboyesco. El espacio doméstico de cualquiera de nosotros está hoy diez mil veces más tecnificado que lo estaba la cama giratoria de Hefner en 1968. Los dispositivos de teletrabajo y telecontrol están ahora en la palma de nuestra mano.

En Vigilar y castigar, Michel Foucault analizó las celdas religiosas de encierro unipersonal como auténticos vectores que sirvieron para modelizar el paso desde las técnicas soberanas y sangrientas de control del cuerpo y de la subjetivad anteriores al siglo XVIII hacia las arquitecturas disciplinarias y los dispositivos de encierro como nuevas técnicas de gestión de la totalidad de la población. Las arquitecturas disciplinarias fueron versiones secularizada de las células monacales en las que se gesta por primera vez el individuo moderno como alma encerrada en un cuerpo, un espíritu lector capaz de leer las consignas del Estado. Cuando el escritor Tom Wolfe visitó a Hefner dijo que este vivía en una prisión tan blanda como el corazón de una alcachofa. Podríamos decir que la mansión Playboy y la cama giratoria de Hefner, convertidos en objeto de consumo pop, funcionaron durante la guerra fría como espacios de transición en el que se inventa el nuevo sujeto prostético, ultraconectado y las nuevas formas consumo y control farmacopornográficas y de biovigilancia que dominan la sociedad contemporánea. Esta mutación se ha extendido y amplificado más durante la gestión de la crisis de la Covid-19: nuestras máquinas portátiles de telecomunicación son nuestros nuevos carceleros y nuestros interiores domésticos se han convertido en la prisión blanda y ultraconectada del futuro.

Mutación o sumisión

Pero todo esto puede ser una mala noticia o una gran oportunidad. Es precisamente porque nuestros cuerpos son los nuevos enclaves del biopoder y nuestros apartamentos las nuevas células de biovigilancia que se vuelve más urgente que nunca inventar nuevas estrategias de emancipación cognitiva y de resistencia y poner en marcha nuevos procesos antagonistas.

Contrariamente a lo que se podría imaginar, nuestra salud no vendrá de la imposición de fronteras o de la separación, sino de una nueva comprensión de la comunidad con todos los seres vivos, de un nuevo equilibrio con otros seres vivos del planeta. Necesitamos un parlamento de los cuerpos planetario, un parlamento no definido en términos de políticas de identidad ni de nacionalidades, un parlamento de cuerpos vivos (vulnerables) que viven en el planeta Tierra. El evento Covid-19 y sus consecuencias nos llaman a liberarnos de una vez por todas de la violencia con la que hemos definido nuestra inmunidad social. La curación y la recuperación no pueden ser un simple gesto inmunológico negativo de retirada de lo social, de cierre de la comunidad. La curación y el cuidado sólo pueden surgir de un proceso de transformación política. Sanarnos a nosotros mismos como sociedad significaría inventar una nueva comunidad más allá de las políticas de identidad y la frontera con las que hasta ahora hemos producido la soberanía, pero también más allá de la reducción de la vida a su biovigilancia cibernética. Seguir con vida, mantenernos vivo como planeta, frente al virus, pero también frente a lo que pueda suceder, significa poner en marcha formas estructurales de cooperación planetaria. Como el virus muta, si queremos resistir a la sumisión, nosotros también debemos mutar.

Es necesario pasar de una mutación forzada a una mutación deliberada. Debemos reapropiarnos críticamente de las técnicas de biopolíticas y de sus dispositivos farmacopornográficos. En primer lugar, es imperativo cambiar la relación de nuestros cuerpos con las máquinas de biovigilancia y biocontrol: estos no son simplemente dispositivos de comunicación. Tenemos que aprender colectivamente a alterarlos. Pero también es preciso desalinearnos. Los Gobiernos llaman al encierro y al teletrabajo. Nosotros sabemos que llaman a la descolectivización y al telecontrol. Utilicemos el tiempo y la fuerza del encierro para estudiar las tradiciones de lucha y resistencia minoritarias que nos han ayudado a sobrevivir hasta aquí. Apaguemos los móviles, desconectemos Internet. Hagamos el gran blackout frente a los satélites que nos vigilan e imaginemos juntos en la revolución que viene.

Encerrar y vigilar: Paul Preciado y la gestión de las epidemias como un reflejo de la soberanía política

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La Ronda en la mirada de Alejandra López

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Octava entrega del registro colaborativo de la ronda de las Madres de Plaza de Mayo, realizada por la fotógrafa Alejandra López.

Toda la producción de La Ronda será entregada a ambas organizaciones de Madres y al Archivo Histórico Nacional. Invitamos a quienes tengan registros de las rondas realizadas estos 40 años a que los envíen por mail a [email protected] para sumarlos a estos archivos. Esta iniciativa es totalmente autogestiva.

Por Alejandra López

Cuando Claudia Acuña me propuso que fotografiáramos la Ronda de las Madres con un grupo de colegas, acepté sin dudar con gran alegría por varias razones. Por una lado, la urgencia del registro ahora que se nos van poniendo viejitas, y por otro, la necesidad de emprender un proyecto colectivo.

La Ronda en la mirada de Alejandra López

He ido muchas veces a la Ronda. Una de mis primeras veces, yo fotógrafa debutante, lloré durante toda la cobertura y una de las Madres (no sé quién fue) me retó con ternura: “Sin llorar”, me dijo, y repitió: “Sin llorar”. 

La Ronda en la mirada de Alejandra López

Siempre hay algo de esa primera vez: la emoción, la admiración sin límites, y,  sobre todo, el asombro ante esa capacidad increíble de sostener el ritual de lucha durante 47 años.

La Ronda en la mirada de Alejandra López

Hice mis fotos el jueves 21 de marzo, en la Ronda número 2397.

Hoy más que nunca #memoriaverdadyjusticia.

Mi humilde homenaje a estas mujeres que, junto con Abuelas, son nuestro faro.

La Ronda en la mirada de Alejandra López
La Ronda en la mirada de Alejandra López
La Ronda en la mirada de Alejandra López
La Ronda en la mirada de Alejandra López

Sobre Alejandra López

Retratista.

Empezó a trabajar profesionalmente en 1990 haciendo fotografía teatral y en la revista El Porteño.

Durante 14 años fue fotógrafa de staff de la revista Viva del diario Clarín, donde fotografió a innumerables personajes del espectáculo y ha publicado en revistas como Elle, La Nación Revista, Brando, Harper’s Bazaar, Le Figaro Magazine, Bacanal.

Actualmente se dedica a la fotografía para gráficas de teatro y cine, colabora con la revista L’Officiel y es reconocida además por sus retratos de escritor, algunos ya icónicos, para editoriales de libros como Penguin Random House y Planeta.

Ha realizado numerosas muestras: Retratos (2001), La máscara (en el Festival Internacional de Teatro), Retratos de la Memoria, (imágenes de sobrevivientes del Holocausto) en el Museo Judío de Frankfurt, Calendario FOE 2009 y en junio del 2011, la exposición Algunos escritores, en la Fotogalería del Teatro San Martín. En 2021, realizó Ese día, una serie de retratos de víctimas sobrevivientes del atentado a la Amia. En 2023, Belleza Marrón, en el Centro Cultural Borges, (ensayo en colaboración con la agrupación Identidad Marrón).

Para ver más: en Instagram @alejandralopezfotografa

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La historia de las Madres de Plaza de Mayo: Érase una vez 14 mujeres…

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Se cumplen hoy 47 años de la primera aparición de las Madres en la Plaza de Mayo. La fecha llega en un momento en el que lavaca ha puesto en marcha un registro fotográfico colaborativo sobre las actuales rondas de Madres: una forma de homenaje, sabiendo que la memoria no es hablar del pasado, sino comprenderlo para actuar en el presente y el futuro.

Esta es una recorrida entonces, con un resumen del antes, el durante y el después de la instauración del terrorismo de Estado. Cuenta el nacimiento de la organización de estas mujeres que salieron a reclamar por la vida y, frente al horror y la desaparición de sus hijos e hijas, y lograron lo que parecía inconcebible: transformar el dolor en acción. ¿Cómo lo hicieron? Un recorrido por las últimas décadas, y algunas cuestiones prácticas sobre los tejidos, los territorios, las brujas y los alumbramientos. El video que muestra parte de la historia.

Por Sergio Ciancaglini

La historia de las Madres de Plaza de Mayo: Érase una vez 14 mujeres…
La historia de las Madres de Plaza de Mayo.

Había una vez un país con nombre de mujer, donde la muerte andaba suelta persiguiendo a los sueños, acorralando a la vida. Y en ese país de nombre plateado, los sueños y la vida tuvieron que aprender cómo enfrentar a los verdugos.

La historia suele ser infinita, ¿cómo contarla?

Habría que hablar de un siglo XX Cambalache, que empezó con el país granero del mundo, con trabajo para pocos, democracia para pocos, dinero para menos, alguna ilusión de tiempos mejores, seguida de décadas infames. Surgió luego un gobierno que generó una expectativa de más justicia, y más democracia. La política empezaba a estar en las calles, en las plazas, en la cabeza y en el corazón de cada persona.

Ese gobierno fue tumbado en 1955 por los poderes económicos, políticos y militares de siempre. Poco antes los golpistas habían bombardeado con la aviación militar a transeúntes inocentes en plaza de Mayo. Más de 300 muertos. Que hubiera más igualdad de oportunidades, o mejor distribución de la riqueza, era una maldición que había que mutilar. Tierra extraña; aquí siempre hubo una envidia al revés. Los ricos envidiaron a los pobres, odiaron que los pobres pudiesen mejorar.

En 1956 aquella dictadura fue pionera: secuestró ilegalmente a decenas de personas acusándolas de planear una rebelión. Los militares ordenaron los fusilamientos en los basurales de José León Suárez. Fue la Operación Masacre, como la llamó Rodolfo Walsh en un libro inolvidable. Lo que nadie sabía, ni siquiera Walsh, es que la Operación Masacre apenas empezaba.

Poco después, en una pequeña isla del Caribe frente a las narices de los Estados Unidos, hubo una revolución que se proclamó socialista. Los militares argentinos temieron que esa revolución fuese contagiosa, y gatillaron sus armas junto a los de todo el continente.

Siguieron los tiempos de proscripción política, censura, gobiernos civiles derrocados, gobiernos militares que se iban tumbando entre ellos, mientras las fuerzas armadas actuaban como tropas de ocupación en su propio país, como trincheras contra la democracia, en nombre de la lucha contra el socialismo.

Frente a eso, crecía la resistencia de quienes que no se resignaban al silencio, la censura, ni al olvido. Resistían los mayores, con una especie de nostalgia por el pasado. Y resistían también los jóvenes, como añorando el futuro, pero un futuro que querían construir con sus propias manos.

El surgimiento de las Madres de Plaza de Mayo

Un argentino que había puesto la mente y el corazón para aquella revolución en la isla del Caribe, fue capturado y fusilado cuando quiso hacer algo parecido en Bolivia. Le decían Che. Los que lo mataron no sabían que lo estaban inmortalizando. El mundo se ponía violento. En todo el planeta oleadas de jóvenes salían a reclamar justicia, igualdad, rechazo a la guerra y la muerte, un mundo distinto.

En la Argentina las dictaduras seguían tropezando con las resistencias. Hubo un Cordobazo, un Rosariazo, la juventud se movilizaba pintando paredes y pintando proyectos. La democracia seguía presa. La violencia militar seguía libre. Nacieron las organizaciones guerrilleras, que quisieron agregarle armas a toda esa resistencia.

Tal vez esta historia haya que comenzarla, entonces, en 1972. El 22 de agosto en Trelew hubo una nueva versión de la Operación Masacre. Allí habían detenido a miembros de varias agrupaciones guerrilleras. Fueron acribillados a balazos, indefensos, con el falso pretexto de un intento fuga. Mataron a 16. Hubo tres que sobrevivieron por milagro, y contaron lo que había pasado. Tal vez en aquel momento, cuando el crimen fue evidente, los estrategas militares empezaron a diseñar la represión del futuro: matar sin evidencias.

Las movilizaciones protagonizadas fundamentalmente por la juventud, empezaban a ser gigantescas. La trinchera militar no soportó la correntada de tantos sueños, y en 1973 la vida pareció cambiar. Una multitud obligó a liberar a los presos políticos. La ilusión no duró demasiado.

Fue una danza alucinada.

Cámpora ganó las elecciones. Volvió Perón. En Ezeiza las patotas de la derecha peronista acribillaron a las columnas juveniles. Perón apoyó a esos grupos, contra la juventud. Cayó Cámpora. Asumió Lastiri que era el yerno de José López Rega. López Rega era ex policía, nazi militante, secretario privado de Perón, ministro de Bienestar Social, y astrólogo esotérico. Como si su brujería funcionara, concentró cada vez más poder. Lastiri llamó a nuevas elecciones que ganó Perón. Ocho meses después, murió Perón y asumió su esposa Isabel. La sociedad miraba aturdida, mientras el sistema de la muerte se instalaba alrededor de López Rega, que organizó a los matones policiales, militares y a las patotas de la derecha, para crear un monstruo al que llamaron Triple A. Alianza Anticomunista Argentina.

La Triple A era un escuadrón de la muerte, un grupo paramilitar con vía libre para salir a matar. Estudiantes, intelectuales, sacerdotes, artistas, sindicalistas, obreros: la sucesión de fusilamientos se hizo cotidiana, el terror empezó a ser la genética de cada día.
La lista es macabra. Cientos de víctimas. Por recordar algunos: Rodolfo Ortega Peña, diputado nacional y abogado de presos políticos. Carlos Mujica, sacerdote del Tercer Mundo, Silvio Frondizi, uno de los principales intelectuales que dio la izquierda argentina, Julio Troxler, que había sobrevivido a los fusilamientos de 1956. Atilio López, uno de los dirigentes del Cordobazo, que durante la breve etapa camporista fue vicegobernador de Córdoba.

Los bombardeos en Plaza de Mayo y la matanza en los basurales habían sido premoniciones.
Los fusilamientos de Trelew fueron una secuela.

La Triple A fue el perfeccionamiento del crimen mafioso.

El terrorismo de Estado y la desaparición forzada

Pero ahora imaginemos.

Imaginemos por un momento que hubiera miles de masacres como las de los basurales de José León Suárez. Imaginemos que hubiera de pronto miles de fusilamientos como los Trelew. Y miles de Triple A matando por las calles con absoluta impunidad.

Eso fue la dictadura militar, cuando los militares dieron el golpe de Estado para imponer la máquina de matar corregida y aumentada al infinito. Fue hace exactamente 30 años. Le pusieron un nombre que sería cómico, si no fuera tan patético. Proceso de Reorganización Nacional. El comunicado número uno que emitieron decía:

Se comunica a la población que, a partir de la fecha, el país se encuentra bajo el control operacional de la Junta de Comandantes Generales de las FF.AA. Se recomienda a todos los habitantes el estricto acatamiento a las disposiciones y directivas que emanen de autoridad militar, de seguridad o policial, así como extremar el cuidado en evitar acciones y actitudes individuales o de grupo que puedan exigir la intervención drástica del personal en operaciones.

Más que nunca, la muerte andaba suelta persiguiendo a los sueños, acorralando a la vida. Pero esta vez, además, inventaron una especie de acto de magia superior a los de López Rega. La magia más perversa que alguien pueda imaginar.

No más bombardeos, ni basurales, ni fusilamientos en cárceles, ni homicidios mafiosos a la luz del día.

Los perseguidos, las víctimas, iban a desaparecer.

No iban a estar más: secuestrados y esfumados de la noche a la mañana.

Los militares creían que al no haber cuerpos, al no haber pruebas ni quedar en evidencia, nadie podría acusarlos de crimen alguno.

Eso es el terrorismo de Estado. Las Fuerzas Armadas se dedicaron a la muerte clandestina, mientras en público sus jefes iban a misa a ser bendecidos, a comulgar, y a la salida sonreían. En sus discursos hablaban de la ley, el orden, la paz y el progreso.

Empezó la cacería. Zonas liberadas, gritos en la noche, secuestros de gente indefensa, la absoluta desaparición de la justicia.

Hay bibliotecas enteras que podrían leerse para entender lo que pasó. Pero hay también una carta. Apenas un año después del golpe Rodolfo Walsh –otra vez- escribió en la clandestinidad su Carta abierta a la Junta Militar, donde explicó lo que nadie se atrevía a decir.

Hablaba de un lago cordobés convertido en cementerio lacustre. De personas arrojadas desde aviones militares al Río de la Plata, cuyos cadáveres afloraban en las costas uruguayas. Denunciaba un sistema de tortura absoluta, intemporal y metafísica, aplicada tanto con métodos medievales como el potro o el torno, como con la tecnología de la picana eléctrica, para machacar la sustancia humana. Hablaba de las guarniciones y comisarías convertidas en campos de concentración. De las mentes perturbadas de los militares que torturaban. Decía, apenas un año después del golpe y en medio de la censura y el terror: “Quince mil desaparecidos y desaparecidas, diez mil presos, cuatro mil muertos, decenas de miles de desterrados son la cifra desnuda de ese terror”.

Pero hay otro párrafo, que cada día se entiende mejor. Le decía a los militares:”Estos hechos, que sacuden la conciencia del mundo civilizado, no son sin embargo los que mayores sufrimientos han traído al pueblo argentino ni las peores violaciones de los derechos humanos en que ustedes incurren. En la política económica de ese gobierno debe buscarse no sólo la explicación de sus crímenes sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada”.

Ahí estaba la clave para entender el crimen: la miseria planificada.

Walsh fechó esa carta el 24 de marzo de 1977, distribuyó varias copias, y un día después fue secuestrado por los militares.

Nunca más se supo de él.

Es otro desaparecido.

Érase una vez 14 mujeres: La historia de las Madres de Plaza de Mayo

En esa noche, hubo un parto.

En medio de la oscuridad, un alumbramiento.

Nació una historia.

Muchas madres y padres salieron a buscar a sus hijos. Salieron de sus casas, salieron del útero de su rutina habitual a enfrentar al aparato represivo más imponente de la historia del país. Llevaban impresas en la piel la desesperación y el amor, y de allí les nació el coraje. Recorrieron hospitales, caminaron juzgados, se atrevieron a ir a comisarías y cuarteles. Buscaron a las morgues. Nadie sabía nada. La ley del silencio. Cada día era la esperanza de una noticia. Cada noche era la frustración del silencio.

Los padres varones, de a poco, volvieron a sus trabajos.

La mayoría de las madres eran amas de casa: tenían intacto el tiempo y la sensación de que no había otra cosa que hacer que dedicar cada hora, cada minuto y cada segundo de vida a la búsqueda.

Estaban solas, moviéndose, preguntando inútilmente, aturdidas por tanto silencio. De a poco, empezaron a cruzarse por los mismos laberintos, a reconocerse y a descubrir que había otras que compartían esa especie de señal que cada una llevaba como un código secreto en la mirada: la desesperación y la incertidumbre.

Ese fue un primer triunfo contra el aislamiento. Comenzaron a encontrarse, reunirse, acompañarse. Estar juntas fue el modo de escaparle al terror de estar solas. Pero fue mucho más que eso.

Un día, esas mujeres se descubrieron a sí mismas en una iglesia militar, donde un cura psicópata les recomendaba santa paciencia y las confundía con rumores, insinuaciones y desinformaciones. Intuición femenina: les estaban mintiendo sistemáticamente, nadie hacía nada por salvar a sus hijos.

Una de esas mujeres dijo: Basta.

Y dijo: tenemos que ir a la Plaza de Mayo, tenemos que hacer ver y oír lo que nos pasa. Era una mujer con nombre de flor.

Y ese grupo de mujeres decidió que Azucena Villaflor tenía razón: su lugar sería la Plaza de Mayo.

La plaza sería el territorio de estas madres.

No tenían oficina, pero habían encontrado un lugar espacioso, aireado, iluminado y muy céntrico.

No tenían sillones mullidos, pero había bancos de plaza.

No había escritorios, pero tenían las faldas para apoyar allí las carpetas, expedientes, cuadernos o que hiciera falta.

No tenían alfombras, sólo baldosas y unas palomas revoloteando.

No tenían recepción, pero podían verse de lejos mientras iban llegando. No tenían teléfonos, pero se pasaban papelitos con mensajes, informes, o futuros puntos de encuentro.
Ocultaban esos mensajes en ovillos de lana, por si la policía o los militares se les cruzaban en el camino.

No querían que las descubrieran. Ya que tenían los ovillos, llevaban agujas y tejían en la plaza, mientras iban pasándose información, inventando qué hacer, cómo buscar, cómo evitar la impotencia de no hacer nada. Penélope tejía esperando el regreso de su marido. Ellas tejían juntas las acciones para buscar a sus hijos y denunciar lo que estaba pasando.

La primera vez fue el sábado 30 de abril de 1977. Eran sólo 14 en la Plaza de Mayo. Como no había casi nadie, decidieron volver el viernes siguiente. Después, una de las madres avisó, como atajándose de los malos augurios: “Viernes es día de brujas”. A la semana siguiente empezaron a encontrarse los jueves, el día que nunca más abandonarían, para escaparle a las brujas.

La policía empezó a desconfiar. Por el Estado de Sitio, se impedía cualquier reunión de tres personas o más, por ser potencialmente subversiva.

Para decir la verdad, en este caso tenían razón: buscar la vida era subversivo. Como pájaros de uniforme, los policías empezaron a revolotear alrededor esas mujeres que hablaban y tejían de los asientos de la plaza. Ordenaron: “Caminen, circulen, no se pueden quedar acá”. Ellas se pusieron a caminar y a circular alrededor del monumento a Belgrano, en sentido contrario a las agujas del reloj: como rebelándose contra cada minuto sin sus hijos.

Marchaban, cada jueves, en las narices del gobierno dictatorial más temible. La plaza ya era el territorio de las Madres.

Algunos periodistas extranjeros descubrieron esas raras vueltas y vueltas. Consultaron a los militares. Les contestaron que eran unas mujeres trastornadas, unas Madres Locas que andaban buscando a gente que no estaba en ningún lado. Gran parte de la sociedad prefería no darse por enterada. La censura bloqueaba orejas, cerebros y corazones. Las madres locas eran las únicas que parecían cuerdas, tejiendo y circulando al revés que las agujas del reloj.

En octubre de 1977 se sumaron a la peregrinación a Luján, que congregaba a un millón de jóvenes. El problema era cómo encontrarse y reconocerse en la multitud. Alguien propuso que todas se pusieran un pañuelo del mismo color. Lo del color era un problema, pero entonces una de las madres tuvo una ocurrencia: ¿Por qué no nos ponemos un pañal de nuestros hijos? No existían los pañales descartables y la mayoría de las madres todavía guardaba los de tela, tal vez pensando en los nietos.

Frente a la Basílica, reclamaron y rezaron por los desaparecidos y desaparecidas. Todos los que estuvieron pudieron verlas, identificadas con los pañales blancos en sus cabezas. Poco después hubo una marcha de los organismos de derechos humanos, que terminó con 300 personas detenidas, incluidos –por error- varios periodistas extranjeros. Gracias a tanta eficiencia, el mundo empezaba a enterarse de lo que ocurría. En la comisaría las Madres rezaban Padrenuestros y Avemarías. Los policías no se atrevían a incomodar a mujeres tan devotas. Entre rezo y rezo, haciendo cruces, miraban a los uniformados, les decían “asesinos”, y seguían rezando. Amén.

El hecho de reunirse, romper el aislamiento, buscar a sus hijos, se convirtió en sí mismo en un delito. Diciembre de 1977, un oficial de la marina que se hacía pasar por hermano de un desaparecido organizó el secuestro y desaparición de tres de las madres, dos monjas francesas y otros familiares y amigos. Así era el coraje militar.

Las madres estaban organizando la colecta para publicar una solicitada el 10 de diciembre, denunciando las desapariciones.

El 8 de diciembre secuestraron a Esther Careaga y a Mary Ponce de Bianco en la Iglesia de Santa Cruz, junto a ocho personas más, incluida la monja francesa Alice Domon. Esther era paraguaya. Ya había encontrado a su hija adolescente, a la que los militares habían liberado. Las otras madres le habían pedido que volviera a su casa, que ya no se arriesgara más. Esther no les hizo caso, decidió seguir junto a ellas hasta que encontraran a cada uno de sus hijos.

Dos días después, desapareció la mujer con nombre de flor. El terror de aquellos tiempos superó todo lo imaginable. Desaparecían quienes buscaban a los desaparecidos y desaparecidas. Pero los militares habían sido selectivos: secuestraron a quienes todas siempre consideraron “las tres mejores madres”. Sin Azucena, había que elegir: seguir, esconderse, o volverse a casa. Para las madres no hubo demasiadas dudas: ahora no solo debían buscar a sus hijos e hijas, sino también a sus amigas y compañeras. Lograron sobreponerse a la parálisis y al terror, para seguir su marcha.

Azucena había parido la idea de que las madres se organizaran para nunca más estar solas en su lucha. Y había dicho algo: “Todos los desaparecidos son nuestros hijos”. Así estaba socializó la maternidad, potenció a cada madre y le dio grandeza a cada minuto de resistencia.

Llegó el Mundial 1978. El fútbol tapando de gritos y sonrisas la realidad, mientras a pocas cuadras de la cancha de River seguían torturando gente en la ESMA. El mundial fue oxígeno para los militares: para seguir matando y seguir castigando cada vez a más gente con la miseria planificada. Las madres cambiaron sus lugares y horarios de reunión. No todos los jueves iban a la Plaza, para evitar que las detectaran. Cuando iban, la policía les largaba los perros. Cada una llevaba un diario enroscado para sacarse a los perros de encima, una de las pocas cosas útiles para las que servían los diarios de esa época.

Muchas veces detenían o demoraban a alguna de ellas en las comisarías. Se les ocurrió una idea: cuando una iba presa, se presentaban todas y pedían ir presas ellas también. Los policías veían llegar a decenas y decenas de mujeres que exigían ser encarceladas junto a su compañera. Una vez fueron tantas las que exigieron ser detenidas, que tuvieron que llevarlas en un colectivo de la línea 60.

Madres locas, dirían los policías, que no sabían bien qué hacer: muchas veces las soltaban para sacárselas de encima.

Cuando en la Plaza le pedían documentos a una, todas las demás se acercaban a la policía a entregar también los suyos. Cientos de documentos, cédulas y libretas cívicas, que la policía tenía que verificar. De paso, las madres se quedaban más tiempo en la plaza.

En 1979 llegó al país la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. También el fútbol jugó en contra. El mundial juvenil tenía a todos pendientes de Maradona, y los militares aprovecharon para que relatores de fútbol y periodistas radiales llamaran a la gente a Plaza de Mayo, y que de paso repudiaran a quienes hacían cola para declarar ante la Comisión. Querían mostrar lo que llamaban “la verdadera imagen del país”. Decían: “los desaparecidos algo habrán hecho”, o “por algo será que se los llevaron”. Los hinchas, sin embargo, no molestaron a los que estaban esperando para hacer sus denuncias.

Ya era la época de la plata dulce, la fiesta de las multinacionales, el dólar barato, miles de argentinos gastando en el exterior lo que nunca habían sabido ganarse, gracias a la miseria planificada de millones.

Los diarios y las revistas no sólo censuraban la información para defender su negocio, sino que hacían campañas por los militares: “Los argentinos somos derechos y humanos”. Confirmado: nunca hay que subestimar la estupidez humana, la capacidad de negación, el tamaño de la crueldad.

En ese 1979 hubo otro parto, otro alumbramiento: las Madres decidieron crear la Asociación Madres de Plaza de Mayo. Si todas estaban en peligro, esa era una forma de mantener la lucha viva. La casualidad, o el destino, determinaron que la asociación fuese creada en una fecha imposible de olvidar: 22 de agosto. Habían pasado siete años de la masacre de Trelew, aunque parecían siete siglos.

Los militares asesinos argentinos inventaron un conflicto contra los militares asesinos de Chile, que a todos les servía para ganar tiempo en el poder. En esos días fue muy próspero el negociado de la fabricación de ataúdes, hasta que el Papa intervino. Secuestros clandestinos y desapariciones en la noche, permitían mirar para otro lado. Guerra abierta entre gobiernos tan vecinos y tan beatos era demasiado. Hasta para el Vaticano. Amén.

Seguían encontrándose en plazas y bares. Para que no las descubrieran cambiaban el nombre. Si iban a ir a Las Violetas, decían Las Rosas. Ellas mismas llevaban en sus carteras las carpetas, las denuncias, los expedientes.

Recién en 1980, gracias a los apoyos internacionales, las Madres pudieron tener una oficina. Pero también ese año decidieron volver a su territorio, la Plaza de Mayo, para nunca más abandonarla.

Fueron un jueves, al jueves siguiente las estaba esperando un escuadrón entero, con las armas gatilladas. Ellas cambiaban el horario, circulaban por donde no las veían. Poco a poco envolvieron a la Pirámide de Mayo con sus marchas que nadie podía detener. Llevaban diarios enroscados. Pronto aprendieron de sus hijos, y llevaban también botellitas de agua y bicarbonato por si las esperaban con gases lacrimógenos. No necesitaban gases para llorar. Pero habían decidido transformar el llanto en acciones.

Los militares eran la rigidez y la violencia. Las madres eran la fluidez y la energía. Los militares y la policía eran la muerte. Los verdugos. Las madres eran la vida.

Se editó el primer boletín de Madres, se iba ganando apoyo afuera y adentro. Los militares llamaron a los viejos políticos a dialogar, como abriendo el paraguas frente a la crisis económica y a su propio desgaste. Pero las Madres estaban simbolizando dónde estaba la verdadera política, y quiénes eran sus nuevos protagonistas. En 1981 lo demostraron retomando la Plaza y haciendo la primera Marcha de la Resistencia. Solas, pocas, pero juntas, resistiendo 24 horas seguidas.

Vinieron épocas de ayunos, de tomas de iglesias y catedrales. Los jóvenes, sobre todo, se conmovían. Nació la consigna “aparición con vida”.

El 30 de abril de 1982, hubo manifestaciones de protesta en Buenos Aires contra la situación económica, la miseria planificada, con la policía reprimiendo a todos. Dos días después, se llenó la Plaza de Mayo para aplaudir a los militares que habían invadido Malvinas, creyendo que así se iban a reciclar en el poder en una especie de brindis perpetuo.

Las Madres dijeron que la guerra era otra mentira. Los militares que secuestraban cobardemente, torturaban clandestinamente y asesinaban tirando cuerpos al río, no podían convertirse de un día para otro en patriotas impecables y valerosos guerreros. Por decir eso, acusaron a las Madres de antinacionales. Ellas inventaron un cartel: “Las Malvinas son argentinas. Los desaparecidos también”. Muchos que acompañaban a las Madres las criticaron: había que estar del lado de la guerra, del lado de los militares. El tiempo mostró quién tenía razón sobre los guerreros, entre ellos el mismo que había delatado a Azucena, Esther y Mary.

La derrota de los militares resucitó la posibilidad de la democracia. Se abrió la multipartidaria, formada por cantidad de partidos y políticos muchos de los cuales, durante los tiempos más duros de la represión, habían sido expertos en el arte de callar.

En 1983 hubo elecciones, Alfonsín llegó a la presidencia, y las madres hicieron la marcha de las siluetas para que nadie olvidara a los ausentes. En los afiches decían que esos hijos e desaparecidas habían luchado por la justicia, la libertad y la dignidad.

El gobierno formó la CONADEP, la comisión nacional para la desaparición de personas. Las madres desconfiaron, no quisieron integrarla. Siempre prefirieron la calle, y no las comisiones. Crearon un periódico, la Asociación iba creciendo y seguía reclamando aparición con vida y castigo a los culpables.

En 1985 Alfonsín las citó, pero luego no las atendió porque tenía que ir al Colón, según la explicación oficial. Las Madres tomaron la Casa Rosada, y se quedaron ahí instaladas como forma de resistencia pacífica. Esas acciones mostraban la grieta entre los discursos sobre los derechos humanos que hacía el gobierno, y la realidad. Y mostraban cómo el protagonismo político se desplazaba de los políticos de museo, a los movimientos generados en la sociedad para enfrentar los problemas tomando las riendas de sus propias decisiones.

Se hizo el juicio a las Juntas, pero sólo hubo dos condenas a prisión perpetua. Las de Videla y Massera. Los otros jefes militares recibieron penas bajas, o fueron absueltos. Las Madres opinaron del siguiente modo: se levantaron y se fueron de la sala de audiencias.

Seguían las acciones, marchas, escraches a los militares en sus casas, viajes y campañas en todo el mundo, la lucha contra las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, La lucha contra las rebeliones de Semana Santa y de los carapintadas, La marcha de las manos, La marcha de los Pañuelos, cuando taparon la casa de gobierno de pañuelos blancos, los premios internacionales.

El apoyo a los conflictos, a las huelgas, a los reprimidos y a los perseguidos.

Empezaban a hacer propia una idea: el otro soy yo.

Las Madres, además de denunciar lo que había ocurrido con sus hijos, hicieron otra cosa: comenzaron a levantar las mismas ideas y sueños por las que esos jóvenes habían luchado.
Por eso sintieron que aún sin estar, sus hijos las estaban pariendo.
Aquellas amas de casa desgarradas por la desesperación, habían logrado transformar el dolor en acción y en pensamiento.

Todas estas luchas se multiplicaron al infinito cuando Menem llegó a la presidencia para perfeccionar, en democracia, la miseria planificada: privatizó el país, regaló el Estado, masificó el desempleo, protegió a toda clase de mafiosos, asesinos y corruptos, y además los puso a gobernar con él. De paso indultó a todos los militares que habían sido condenados.

Hubo más de lo mismo cuando subió De la Rúa, y las madres estuvieron allí, nuevamente en la plaza, el 19 y 20 diciembre, cuando ese gobierno intentó imponer el Estado de Sitio y se dedicó a reprimir a miles y miles de personas hartas de tanta decadencia y de tanta mentira. Nuevamente las plazas se llenaron de balas, y de jóvenes muertos.

La historia reciente es más conocida, las Madres y su universidad llena de jóvenes, de movimiento, de conferencias, de proyectos. Las Madres y su flamante radio, para que se escuche cada cosa que hay que decir. La intervención en cada lucha contra las mafias, contra la miseria, contra la muerte.

Y cada jueves, como siempre, las madres circulando, tejiendo solidaridad, construyendo este territorio de la Plaza para que sea el espacio de todos.

Había una vez un país con nombre de mujer, donde la muerte andaba suelta persiguiendo a los sueños, acorralando a la vida. Y en ese país de nombre plateado, los sueños y la vida tuvieron que aprender cómo enfrentar a los verdugos. Las madres están dejando esa herencia.

Cómo convertir al dolor, en acción.

La parálisis y el miedo, en lucha.

La desesperación, en coraje.

Las lágrimas, en acciones.

Para acorralar a la muerte, como el primer día:

tejiendo luchas,
haciendo circular los sueños,
y alumbrando la vida.

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4 años sin Cecilia Basaldúa, sin fiscal y sin respuestas

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La familia de la joven asesinada en Capilla del Monte volvió a viajar de Buenos Aires a Córdoba para reclamar que se asigne urgentemente un fiscal en la causa y que se investigue su femicidio. Hace 4 años el cuerpo de Cecilia fue encontrado luego de estar 20 días desaparecido; su familia denuncia una trama local que involucra a la última persona que la vio con vida, el ex boxeador Mario Mainardi, jamás investigado, y la complicidad de la justicia de Cruz del Eje, representada por Paula Kelm, que buscó inculpar a un perejil. Gracias a la lucha familiar se logró anular esa línea de investigación, que culminó en un juicio nulo, pero desde entonces no se retomó la instrucción; y pese a que en diciembre se anunció que un nuevo fiscal tomaría la causa, eso no sucedió, y las dilaciones siguen. Crónica de una nueva reunión con promesas y sin hechos, cuando la impunidad se hace cada vez más grande y el reclamo, también: “Verdad y justicia para Cecilia Basaldúa”.

Por Bernardina Rosini

Daniel y Susana, padre y madre de Cecilia Basaldúa ya perdieron la cuenta de las veces que han viajado desde la ciudad de Buenos Aires a Córdoba con el único objetivo de lograr justicia por su hija. Han perdido esa cuenta pero no la cantidad de días que contabiliza la impunidad: 1460, es decir, cuatro años. 

En efecto, hace cuatro años (el 25 de abril de 2020) encontraron el cuerpo de Cecilia Gisela Basaldúa en un codo del Río Calabalumba en Capilla del Monte, luego de veinte días de estar desaparecida. Cuando Daniel y Susana llegaron ayer a los Tribunales en Córdoba Capital, se los ve invadidos por la bronca y el hartazgo. Son cuatro años sin Cecilia y a la par sostienen que las líneas de investigación han sido deliberadamente manipuladas y el material probatorio  de contundencia, ignorado

La última vez que estuvieron parados sobre esa vereda fue el pasado 7 de diciembre, tras reunirse con el Fiscal General Juan Manuel Delgado. Celebraban la noticia: “Tenemos fiscal, vinimos con 3.000 firmas de apoyo pidiendo fiscal y lo tenemos. Es el Nelson Lingua y comienza el 1° de febrero, después de la feria judicial”. Cinco meses después, otra vez viajan 700 kilómetros para golpear la puerta del Palacio de Justicia pues tal designación no sucedió y la causa acumula once meses sin fiscal a cargo de la instrucción.

4 años sin Cecilia Basaldúa, sin fiscal y sin respuestas
Daniel Basaldúa y Susana Reyes, papá y mamá de Cecilia: viajaron desde Buenos Aires para mantener una reunión y reclamar justicia por su hija.

El baile del fiscal

Mientras los Basaldúa llegaban el 25 de abril nuevamente a Córdoba para pararse frente a Tribunales y exigir justicia, fueron notificados que la Fiscal General Adjunta Bettina Croppi los convocaría a una reunión. 

Antes de ingresar al edificio Daniel comparte la situación actual de la causa “Nos vienen diciendo que no designan fiscal porque falta una firma: me cuesta creerlo. No puedo hacer nada más que venir y reclamar. Hasta ahora la única justicia que logramos fue que no metan preso a un inocente”. 

Hoy le cuesta hablar; tiene un nudo en la garganta y el rostro de su hija estampado sobre el pecho. “Sólo espero que esta investigación vaya tras los verdaderos sospechosos, tras Mario Mainardi, última persona que vio a Cecilia con vida, quien tenía pertenencias de ella y las regaló; la policía y la fiscal Paula Kelm contaban con ésta y más información y nunca lo investigaron. No podemos creer que Mainardi, que dijo trabajar en Uber porque no podía acreditar ingresos, tenga más poder que Diego Concha, quien fue durante décadas Director de Defensa Civil de la provincia y sin embargo hoy está preso”. 

Daniel pasa lista de todos los uniformados que participaron del caso y que hoy se encuentran desplazados, procesados o presos por distintas causas: el común denominador es la violencia de género. 

Mientras las abogadas ingresan junto a los padres de Cecilia a la reunión, afuera les esperan periodistas, agrupaciones feministas, trabajadores de la Secretaría de Derechos Humanos y familiares víctimas de violencia institucional. Repiten el colgado de banderas, los carteles con rostros de otras víctimas, y los cantos que se recitan como mantras: “¡¡Queremos fiscal, queremos fiscal, queremos fiscal!!” y “¡¡Justicia, justicia, justicia!!”.

Al salir, Giselle Videla -una de las abogadas de la familia- comparte lo conversado en la reunión: “Para iniciar nos han pedido disculpas puesto que en noviembre nos dieron la seguridad que tendríamos fiscal apenas finalizada la feria judicial. Como hoy no hay fiscal, y están subrogando fiscales de otros territorios que toman la causa por un plazo corto de tiempo, el avance es mínimo. Nos informaron en relación a esta situación que la designación de Nelson Lingua espera la firma del gobernador, Martín Llaryora. Ahora bien, nos enteramos que será designado como Fiscal reemplazante, y no como Fiscal titular puesto que Lingua no ha rendido el concurso que lo habilita para ese cargo; debe rendirlo ahora y recién en julio- agosto podremos saber si será finalmente el fiscal titular de la causa”. 

Para que se entienda: desde que el tribunal absolviera a Lucas Bustos en julio del 2022 reconociendo su inocencia y su no vinculación al crimen, y ordenara una nueva instrucción para dar con los responsables del femicidio, la causa demoró meses en ser asignada a un fiscal. Luego recaería en el Dr Raymundo Barrera de Cruz del Eje, fiscal que, hábil con el calendario, entre feria judicial y licencias llegó a junio del 2023, mes en el que se jubiló. 

Por la presión de la familia Basaldúa, en diciembre el mismísimo Fiscal General anunció la designación del Lingua el 3 de febrero; eso no sucedió y no hay certeza de que Lingua resulte el fiscal que definitivamente dirigirá la instrucción, puesto que no cumple con los requisitos.

4 años sin Cecilia Basaldúa, sin fiscal y sin respuestas

Preguntas sin respuesta

Es mediodía y el cielo se refleja en las ventanas del edificio neoclásico de la calle Caseros; da la impresión que adentro estuviera vacío, que sólo es una fachada. “Hoy, 25 de abril se cumplen cuatro años de la aparición del cuerpo sin vida de Cecilia Gisela Basaldúa” lee Susana de la pantalla de su celular; ella también lleva una remera con el rostro sonriente de su hija. Sigue:

Cuatro años de impunidad y de violencia sistemática por parte del Poder Judicial a quienes pedimos y exigimos justicia por ella. La causa volvió a foja cero en el 2022 luego de pasar por un juicio vergonzoso.

El tiempo pasa y los asesinos de Cecilia siguen libres e impunes. No tenemos fiscal ni respuestas” y continúa “¿Cómo vamos a llegar a la verdad? ¿Qué fue lo que pasó con Cecilia? ¿Por qué tardó tanto en aparecer? ¿Dónde está Mario Mainardi? ¿Por qué la fiscal Paula Kelm ordenó tan rápidamente detener a un joven sin tener pruebas? Todas estas preguntas nos conducen una y otra vez a un círculo cerrado de impunidad entre funcionarios judiciales que se jactan en demostrar un abuso de poder constante”. 

La carta leída en la vereda, casi sobre la calle, concentra todas las preguntas que la investigación del femicidio debiera responder. 

Y la carta también cierra como se espera que cierre la investigación: “Verdad y Justicia para Cecilia Basaldúa”.

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